El supuesto «Gobierno de progreso»
El presidente Sánchez y sus socios no dejan de repetir, una y otra vez, que los españoles han votado por un «Gobierno de progreso», atribuyéndose dicho progreso, pues ya se sabe que la izquierda se autodenomina como progresista, condición que la experiencia inválida ante los malos resultados de gestión que suelen obtener.
Por ello, hay que descartar que al mencionar «Gobierno de progreso» se pueda referir al Gobierno del PP, del centroderecha, que, tradicionalmente, una y otra vez, tiene que arreglar el desaguisado que siempre deja la izquierda.
Los socialistas dejaron el Gobierno en 1996 con un déficit del 7% del PIB; una deuda del 70% del PIB -aunque, comparado con los niveles a la que la ha llevado Sánchez, parecería casi algo menor, que no lo fue-; cuatro devaluaciones de la peseta en tres años; una tasa de paro del 25% de la población activa, donde seguían trabajando los mismos doce millones de personas que catorce años antes; y sin cumplir ninguno de los objetivos de convergencia -ninguno- para entrar en la eurozona. Eso sí, pese a la corrupción generalizada que hubo y la condena por los GAL de diversos altos cargos, había un respeto exquisito a la Constitución, a la Monarquía parlamentaria y a la Transición que asentó la concordia entre los españoles. Con sus errores y sus aciertos, que también los hubo, se miraba hacia delante, tratando de mejorar, no de resucitar viejas rencillas y rencores, a diferencia del tándem Zapatero-Sánchez.
En 2011, Zapatero dejó el Gobierno con España contra las cuerdas, con un déficit adicional de más de tres puntos al comunicado en el traspaso de poderes, un déficit del 10%, un paro que llegó hasta más de seis millones de personas y una debilidad económica estructural, tras la pésima gestión de esos gobiernos socialistas, tras congelar las pensiones y bajar el sueldo de los empleados públicos.
Ahora, Sánchez, ha acumulado, bajo su mandato, más de 400.000 millones de euros de nueva deuda -según las notas iniciales de avance de deuda de las AAPP publicadas por el Banco de España referentes a mayo de 2018 y a junio de 2023, última publicada-; con un paro que no logra bajar del 10%, con gran confusión estadística al acabar con casi todos los contratos temporales por ley, transformándolos en fijos-discontinuos y provocando múltiples contratos indefinidos de pocos días en el caso de muchas personas; un crecimiento económico impulsado sólo por el ingente gasto público, que mantiene anestesiada a la actividad económica; un empobrecimiento tremendo de los ciudadanos debido a la subida de precios, que, en parte, no termina de bajar por el efecto en la demanda de dicho gasto público, que retrasa el efecto corrector de la inflación de la política monetaria del BCE, que hace que este último tenga que prolongar durante más tiempo esa política monetaria restrictiva, afectando negativamente al coste de financiación de familias y empresas; y, por último ejemplo, la inseguridad jurídica incentivada por el Gobierno con sus decisiones demagógicas, por ejemplo, en diversas figuras tributarias. Esto deja una bomba de relojería durmiente, que puede estallar en cuanto retornen las reglas fiscales, en un contexto económico complicado.
Es decir, más que progreso, los gobiernos de izquierda suponen un notable retroceso. Además, adicionalmente, ¿qué Gobierno de progreso quiere formar Sánchez? Sus opciones pasan por reeditar un Frankenstein ampliado: ya no sólo pactan con los comunistas y la extrema izquierda -que con el brote del coronavirus llegó a proponer la nacionalización de distintas empresas-, con los independentistas o con el antiguo brazo político de ETA, sino que quiere pactar con un prófugo de la Justicia, que exige una amnistía -aberración que supondría la liquidación, de hecho, de la Constitución y de la Transición- y un referéndum de independencia.
Ese «progreso» es el que puede esperarnos si gana Sánchez: rencor entre españoles en lugar de concordia; empobrecimiento en lugar de prosperidad; y desigualdad entre los españoles y ataque a la Constitución en lugar de concordia, reconciliación y defensa de la Carta Magna. Ante ello, se han manifestado en contra los socialistas históricos, empezando por Felipe González y Alfonso Guerra, que aunque su gestión económica no fuese la más brillante, defendían la legalidad y contribuyeron a la concordia entre los españoles, a que la Transición llegase a buen puerto y a la modernización de España al entrar en la CEE -que, por otra parte, tenía ya casi conseguida la UCD-. Ahora bien, deben ser todavía más rotundos, deben convencer sus cuadros y bases de que no todo vale para obtener el poder, porque, si no lo hacen, no sólo el PSOE histórico habrá desaparecido, sino que, lo más grave, España sufrirá desigualdad entre españoles y se volará, de facto, la Transición, en la que se ha basado la convivencia y prosperidad de los españoles de estos últimos casi cincuenta años.
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