Opinión

Soy madre, soy judía y no puedo quedarme callada

Soy madre y soy judía. Y no puedo, no quiero, quedarme en silencio ante el mayor libelo de sangre del siglo XXI: la acusación sistemática de que Israel asesina niños de forma deliberada o mata de hambre a cientos de personas. Nunca imaginé que tendría que sentarme con mis hijas y explicarles una verdad tan dura como ineludible: el antisemitismo no ha desaparecido y probablemente no lo hará. Tendrán que crecer sabiendo que existe un odio ancestral que las señalará, tarde o temprano, simplemente por haber nacido judías.

Ese señalamiento puede venir de intelectuales, activistas, abogados, periodistas, algunos con mala fe y otros simplemente porque han sucumbido al poder de la narrativa falaz, como lo hicieron miles de personas durante el periodo de la Alemania Nazi. A diferencia del odio que nos estigmatizó como seres racialmente inferiores, el que hoy sufrimos proviene de quienes se autoproclaman moralmente superiores. Pero ambos se incardinan en el antisemitismo, que, secularmente, nos ha negado el derecho a la existencia, y que sigue considerando una afrenta nuestra negativa a doblegarnos. Cosa que también enseñaré a mis hijas: la libertad es lo primero, y luchar por ella, la mejor de las causas.

Da igual el ángulo ideológico: siempre habrá quien quiera apuntarles con el dedo por su identidad, por su historia, por el hecho de que se atrevan a identificarse como sionistas, es decir, por querer que exista un Estado judío.
Desde el 7 de octubre, los judíos hemos sido blanco de un alud de bulos, de dobles raseros, de un linchamiento mediático que ha contado con la complicidad de los que han decidido abrazar las execrables razones de los terroristas. Hoy, la campaña internacional en torno a la supuesta hambruna en Gaza se ha convertido en una de las expresiones de antisemitismo más potentes del mundo moderno. Y lo más perverso es que se disfraza de causa justa, cuando en realidad no busca otra cosa que demonizar a Israel y hostigar a todos los judíos, estén donde estén. Y nada tiene que ver con salvar a los palestinos de su dolor.

La desinformación es masiva. Se repiten cifras sin contexto; se citan organismos sin matices, se comparten imágenes y relatos manipulados. Y mientras tanto, se ignora todo lo que no encaja en el relato oficial. Por ejemplo: según datos de COGAT, desde el inicio del conflicto hasta el pasado 21 de julio de 2025, se habían ingresado en Gaza 1.867.754 toneladas de ayuda humanitaria. De esa cifra, un 78,3 %, es decir, alrededor de 1.463.000 toneladas, corresponde a alimentos.

Esto supone aproximadamente 666 kilos de comida por persona en 21 meses -unos 381 kilos anuales por habitante-, una cantidad que excede holgadamente los estándares internacionales de asistencia en zonas de guerra. De hecho, Gaza ha recibido desde octubre de 2023 más ayuda humanitaria per cápita que cualquier otro territorio sumido en un conflicto armado. Pero la mayor parte de esa ayuda no llega a quien debe: Hamás roba el 85 % de los insumos que distribuye la ONU.

En paralelo, las cifras de muertes por inanición, según la Oficina Central Palestina de Estadísticas, son 66 al día desde el 7 de octubre. Sí, 66 muertes. Por duras que sean, están muy por debajo de los umbrales internacionales que definen una hambruna real (400 muertes diarias). Pero los propagandistas prefieren omitirlo, porque su agenda ya está decidida: acusar a Israel, pase lo que pase, y obviar todo lo demás. Sobre todo si en Instagram consigues un like más o alguna encuesta te da un puñado de votos adicionales de una sociedad idiotizada. Eso es lo que importa: más entradas en el portal de un medio o más votos para un partido político. No el sufrimiento de la población civil, ni la palestina ni la israelí, porque no olvidemos que las dos están sufriendo.

No se habla del rechazo sistemático de Hamás a los acuerdos de alto al fuego, ni de su negativa a liberar a los secuestrados —civiles inocentes retenidos en condiciones infrahumanas desde hace más de 600 días—. Ningún escándalo sobre el uso de la población gazatí como escudos humanos. Ni del sabotaje de la ayuda humanitaria por parte de los propios terroristas que gobiernan Gaza con puño de hierro desde hace años.

La comunidad internacional tampoco ha promovido, como sí ocurrió en Siria, un corredor seguro para desplazar a los civiles fuera de la zona de combate, por ejemplo, hacia Egipto o Jordania. Durante la guerra en Siria -con más de 400.000 muertos y 12 millones de desplazados-, se facilitó que la población civil saliera de las zonas de conflicto, precisamente para protegerla. ¿Por qué no se aplica la misma lógica en Gaza? Porque el dolor de esas personas es la mejor herramienta de comunicación propagandística de Hamás. Cuanto peor estén los palestinos, más oxígeno para los terroristas.

Mientras tanto, ellos matan de hambre a personas como Rom Braslavski o Evyatar David, cuyas imágenes recientes los muestran famélicos, maltratados, vejados. ¿Dónde están las manifestaciones por ellos? ¿Dónde está la condena internacional? ¿Dónde está la empatía hacia quienes siguen secuestrados bajo tierra, en túneles construidos con dinero internacional desviado por los terroristas? ¿Dónde están las portadas del New York Times o de El Mundo?

Porque ellos sí que están siendo torturados e infra alimentados deliberadamente sin opción a un plan B. Y mientras esos civiles sufren, los líderes de Hamás cenan mejor que bien y sus despensas rebosan de alimentos. Roban a diario la ayuda humanitaria, y se jactan de ver cómo Occidente les hace el trabajo sucio: culpar a Israel de todo, mientras ellos permanecen impunes.

No, no es justo. No es moral. No es verdad. Lo que estamos presenciando es un antisemitismo disfrazado de compasión, un odio milenario reempaquetado en el lenguaje de los derechos humanos. Como madre y como judía, me niego a callar ante esta injusticia.