Soraya dejó escapar a Puigdemont
Medianoche del 30 de septiembre de 2017. Boda de Jaime García-Margallo Vallterra en El Escorial. Mariano Rajoy comparte mesa presidencial con el hasta hace unos meses canciller español, padre del novio, y con la familia política. Están casi todos los miembros del antisorayista G-8: el anfitrión, María Dolores de Cospedal, Ana Pastor, José Manuel Soria, José Ignacio Wert, Rafael Catalá, Isabel García Tejerina y un Íñigo de la Serna que caminó siempre entre dos aguas. El presidente acude al enlace matrimonial aun a sabiendas de que apenas 10 horas después se puede organizar un cristo de marca mayor, el más bestia desde el nunca del todo aclarado 23-F. No en vano, el ex ministro de Asuntos Exteriores es su íntimo amigo desde los tiempos en que ambos eran compañeros de escaño en la Carrera de San Jerónimo. Tiempos en los que el recién divorciado José Manuel y el eterno solterón Mariano arrasaban en la noche madrileña. El uno tenía 36 años recién cumplidos y el otro rozaba los 48 y su primera mujer le acababa de dejar plantado, tal y como él relata en sus interesantísimas Memorias Heterodoxas.
La confianza del tándem era total hasta que se interpuso en el camino esa termita que es Soraya Sáenz de Santamaría. Margallo, como no podía ser de otra manera en un ADN nacido para la política, no podía dejar de plantear la pregunta del millón de euros. Y la hizo. Vaya si la hizo:
—Presidente, ¿mañana va a haber urnas en Cataluña?
El interpelado, campechano como es él, se sinceró con la información que a esas horas le proporcionaba Soraya Sáenz de Santamaría, la cual trasladaba teóricamente lo que le contaba un CNI que había expulsado de la investigación a la Guardia Civil dejando al Área Especial de Seguimientos de la Comisaría General de Información la fontanería de la operación:
—Mañana no habrá urnas en Cataluña.
La frase fue la comidilla de los integrantes del G-8. El compulsivamente curioso Margallo se quedó tranquilo, Mariano regresó a Moncloa y todos tan contentos. Cuál sería la sorpresa cuando a la mañana siguiente certificaron que había urnas en prácticamente todos los 946 municipios que suman Gerona, Lérida, Barcelona y Tarragona. Margallo flipaba y seguramente Rajoy también. Tengo para mí que el entonces jefe del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), Félix Sanz Roldán, le engañó por Soraya Sáenz de Santamaría interpuesta. Ésa es igualmente la percepción del G-8. Esta vez no fue precisamente un fallo de un CNI más dedicado en la era Soraya a tapar los negocios corruptos de Juan Carlos y a perseguir periodistas que a parar golpes de Estado, atentados yihadistas, mafias internacionales o ataques cibernéticos.
Llovía sobre mojado. Meses atrás, la vicepresidenta había intentado hacer la cama al big boss con la ayuda precisamente de ese Estado paralelo en que la vicepresidenta había convertido a nuestros servicios de inteligencia. No sólo se votó sino que, en un error de manual que se traduciría en una victoria propagandística de los golpistas, se ordenó a Policía y Guardia Civil que impidieran a porrazos el golpe de Estado que en forma de reférendum estaban consumando el golpista Puigdemont, su compinche Junqueras y toda la ralea de paletos jerarcas indepes. La imagen internacional de España quedó por los suelos. Se quedaron cortos el 9-N de 2014 en un ejercicio de candidez que se estudiará en las facultades de Ciencias Políticas y ahora se les iba la mano pese a que, cierto es, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad se limitaron a cumplir órdenes judiciales. Ni tan calvo, ni tanto. Sea como fuere, no cumplieron uno solo de los objetivos que se habían puesto: impedir las votaciones ilegales, cortar cualquier conato de disturbio y ganar la batalla de la comunicación.
Rajoy quedó más tocado que nunca y, para variar, Soraya Sáenz de Santamaría se fue de rositas. El poli malo era él y obviamente ella se había reservado el rol de buena de la peli. La praxis de la vallisoletana se resumió en sus seis años largos de Vicepresidencia en una frase que no por manida deja de continuar vigente en la política española: “Ni una mala palabra, ni una buena acción”. Nunca se manchó las manos. Lo suyo fueron sistemáticamente golpes limpios. La gráfica escena del bolso sobre el escaño de Mariano Rajoy la tarde de la moción de censura no era sino el epítome de una felonía que el jefe le perdonó vaya usted a saber por qué. ¿Tal vez porque el CNI, su CNI, manejaba material letal sobre el Partido Popular en general y sobre Mariano Rajoy en concreto?
¿Por qué pasó lo que pasó? Básicamente porque los hombres y mujeres del Área de Seguimientos de la Policía que tenían localizado el grueso de las urnas en tres naves de Sant Cugat, a tiro de piedra de Barcelona, recibieron de madrugada la orden de quedarse de brazos cruzados. Contemplaron, con un mix de cabreo e impotencia, cómo las cajas chinas partían rumbo a los colegios de buena parte de Cataluña. Otra parte resultó indetectable porque estaba oculta en casas particulares. Los protagonistas lo negarán una, dos o incluso tres veces como Judas a Jesucristo. Pero la verdad es ésa, la desmienta Agamenón, Soraya, Mariano o sus respectivos porqueros. La gran duda es ¿quién engañó a quién? ¿Rajoy al G-8 o Soraya a Rajoy? Conociendo el percal no descarto que se tratase de un nuevo intento de jaque mate al rey monclovita por parte de su subordinada.
En la vida las cosas son normalmente lo que parecen. Lo de las urnas pareció lo que fue y la fuga de Carles Puigdemont nos sonó a todos los españoles de bien como un acto consentido. Como un “no nos vamos a hacer daño” modelo el dentista y su paciente. Como un ejercicio de esa repugnante realpolitik que cada vez impregna más nuestras vidas por desgracia para los que concebimos el servicio público como la actividad más bella que puede acometer un ser humano porque, en resumidas cuentas, supone trabajar por el bienestar de los demás.
Así fueron las cosas y así se las voy a contar. Carles Puigdemont tenía vigilancia permanente del CNI y del Área de Seguimientos de la Policía en su vivienda del Golf de Girona en la localidad de Sant Julià de Ramis. No sólo tenía balizado su vehículo oficial sino que, además, tanto los espías españoles como los pata negra del Cuerpo Nacional de Policía disponían de aparatos capaces de escuchar a distancia todo lo que acontecía dentro del chalé propiedad del president y de su mujer, la periodista rumana Marcela Topor. Desconozco si, además, el interior del domicilio estaba infestado de micrófonos. No me extrañaría. Más que nada porque es lo que hacen los países serios con quienes intentan subvertir el orden constitucional.
Los hombres y mujeres del grupo de Seguimientos estaban esperanzados en poder consumar semanas de esfuerzo, dedicación y entusiasmo por defender la legalidad impidiendo la huida del capo del segundo golpe de Estado de la democracia. Puigdemont estaba acorralado. No tenía salida. Su burgués chaletazo del Golf de Girona era un laberinto del que resultaba imposible salir.
Y salió. ¿Por qué salió? Pues porque, nuevamente, alguien, un alguien llamado Soraya Sáenz de Santamaría, que no en vano era la plenipotenciaria virreina de Cataluña, dio la orden de dejarle marchar con rumbo desconocido. La legalista excusa es que ni la Audiencia Nacional ni el Tribunal Supremo habían dictado orden de detención alguna contra él. Lo cual, por cierto, tiene bemoles porque Puigdemont cumplía ya dos meses de delito flagrante y continuado. Y la Policía sí puede arrestar a un ciudadano en esas circunstancias, entre otros motivos, para impedir una fuga. Tan cierto como que cualquier argumento, por leve que fuera, hubiera bastado para retener al personaje dentro de nuestras fronteras. Ridículo sobre ridículo. Ridículo al cuadrado. A la activa pasividad del 1-O se sumaba la de ese domingo 29 de octubre en el que el Gobierno de España no se atrevió a parar los pies al delincuente Puigdemont por aquello de que era presidente en ejercicio de la Generalitat. Segundo ridículo nacional e internacional de Mariano Rajoy y nuevamente la culpable de todo salió indemne del marronazo.
El resto del cuento es archisabido. Se fugó a esa cada vez más abyecta Bélgica, que desde tiempos inmemoriales es el santuario etarra que sustituyó a una Francia que acabó entrando en razón una vez asentada la democracia en España. El Gobierno del pequeño país del norte de Europa se ha negado reiteradamente a tramitar esa euroorden que compromete a todos los firmantes, demostrando a su vez que la UE es más un cuento chino, un enjambre de burócratas, que un remedo de esos Estados Unidos de América a los que siempre ha intentado parecerse sin éxito alguno como es público y notorio.
De los polvos del sorayismo vienen los lodos del sanchismo. Puigdemont debe estar encantado de la vida. Es un win-win para él. Si se deniega la extradición, porque continuará viviendo cual pachá en su mansionaza de Waterloo, y si se da el plácet porque las posibilidades de que se pase 10, 12 ó 15 años en chirona por sedición y malversación oscilan entre cero y ninguna. Cuanto antes regrese, antes le indultarán, incluso sin sentencia firme. Juan Carlos Campo, ex notario mayor del Reino, puso el parche antes de la herida al recordar que el perdón gubernamental se puede conceder aunque el reo no haya sido condenado en dos delitos, el de rebelión y el de sedición. Eso sí, rápidamente matizó que el Gobierno no echará mano de esta excepción que recoge la Ley del Indulto de 1870 en su exposición de motivos. Pero ya se sabe que este Ejecutivo miente más que habla. El único antecedente conocido tuvo lugar en el tardofranquismo con los protagonistas del en su época sonadísimo caso Sofico, a los que se aplicó la medida de gracia antes de ser juzgados. Puigdemont y cualquier golpista en potencia pensarán lo barato que supone cargarse la democracia en España. Y a los que defendemos que la ley es el valor y el deber supremo no nos quedará más remedio que darles la razón. La Justicia no es un cachondeo; la política, sí. Y cualquier ciudadano se creerá con derecho a vulnerar las leyes y a dar golpes de Estado. Ojito porque ésa es la fórmula infalible para acabar con una democracia.
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