Recuerdos de un joven universitario en el tardofranquismo
La muerte de Franco me pilló en plena faena como adjunto de prensa de la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena (SICAB), que con el tiempo acabará convirtiéndose en precedente cierto del Festival de Cine de Málaga. Mi trabajo de adjunto de prensa me convertía en mano derecha del añorado periodista Manu Leguineche, que la noche del 19 de noviembre me encargó controlar el servicio de prensa porque él se marchaba a Madrid debido a que el dictador había fallecido. Lo recuerdo bien y cuadra con el intento obsesivo de los servidores del Régimen por tapar la fecha del 20-N, en la que se conmemoraba la muerte de José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante, en zona republicana. Memoria Histórica, vamos…
Entonces yo estudiaba quinto año de carrera de Ciencias de la Información, siendo los máximos responsables de la SICAB, Julio Diamante (director) y Luis Sarasate (secretario). Uno madrileño, el otro navarro, ambos militando clandestinamente en el Partido Comunista de España (PCE). Mi relación con ambos era fluida y permanente, aunque los cafés me los tomaba en el Palacio de Congresos de Torremolinos con Sarasate, entrañable militante comunista que no paraba de recordarme que “el problema de España no es la dictadura de Franco, sino los cinco siglos heredados de imposiciones”, lo que venía a ser –ahora lo comprendo- lacra principal del comportamiento de nuestra clase política, hoy más mediocre y sectaria que nunca. ¡Cómo eran los comunistas de entonces! Conscientes de las raíces del problema.
En el tardofranquismo la SICAB era un oasis de libertad, ciertamente. En el exterior estaba apostada la Guardia Civil, pero en el interior cabía ejercer el contraste de las ideas. Lo sé bien porque lo viví en primera persona. Viene a cuento recordar la edición, al año siguiente del golpe de estado en Chile, en que se presentó un ciclo dedicado a su cine, con Miguel Littin y Patricio Guzmán como principales protagonistas.
Recuerdo el barullo que se formó ante la presencia del director general de Cultura, de la misma manera que no puedo olvidar la mañana del 21 de noviembre con la prensa acreditada (por supuesto de izquierdas), regresando bebida de la playa, y su encuentro con los funcionarios del Palacio de Congresos que estaban viendo en televisión el proceso fúnebre que se vivía en Madrid. Las miradas que se cruzaron en silencio tenso son indescriptibles. El programa de la SICAB siguió su curso a partir del día siguiente en función de lo aprobado o denegado por el censor que veía en moviola las películas, en una dependencia del Palacio.
Fue una experiencia inolvidable, que casaba bien con las peculiaridades de un sistema represor que estaba en las últimas y lo sabía, de manera que era lo habitual dejar hacer en petit comité, en una atípica situación que fue una parte de la clave para el alumbramiento de la transición todavía por llegar.
Vi llorar a críticos de izquierdas no acreditados, a quienes se les negaba el acceso para poder asistir a proyecciones restringidas, y haciendo uso de mis atribuciones como delegado de prensa, a más de uno les dejé pasar después de que me llamasen “¡hijo de puta!” y acabásemos amigablemente.
Aquellos tiempos se han quedado en la lejanía, el entendimiento, también y ahora el solar de los desprecios, después de 40 años de democracia, ha regresado con una fuerza impensable. Será porque la izquierda radical sabe que nada tiene que hacer en territorio de entendimientos, porque su lujuria de poder no entiende de acercamientos y sí de infecciosas redes sociales.
Este PCE de ahora mismo nada tiene que ver con el de entonces y el PSOE instaurador de odios (Zapatero y Sánchez), tampoco. Aquellos fueron días para la despedida de una autocracia y hoy la autocracia regresa aunque de corte chavista, castrista o directamente impostora en su secuestro de tantas aspiraciones de un pueblo que pensaba haber conquistado deseos de futuro.
En aquellos días el campus universitario podía estar tomado por los grises, pero el pensamiento volaba libre en un joven estudiante de 23 años, que no necesariamente apostaba por la República y sí en cambio por crecer libre a cuenta de sí mismo y no de perversas ideologías como en el presente.
Mientras no se apruebe la inmunda Ley de Memoria Democrática, podré seguir escribiendo, libremente, a propósito de mis recuerdos de juventud.
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