Quebec no es ejemplo de nada
El presidente Sánchez ha estado esta semana de visita oficial en Canadá, poniendo al país como ejemplo de “soluciones” y de paso quejándose de la “falta de empatía” de la política catalana; así, sin mayores precisiones. Irónicamente, la región autónoma de Quebec no destaca por su empatía social. Baste recordar la controversia desatada en 2017, después de que un temporal de nieve dejara atrapados a cerca de 300 vehículos en una autopista de Quebec, cerca de Montreal. Los conductores y sus acompañantes pasaron más de 12 horas sin recibir ayuda, en lo que devino en un caos social que obligó a Phillipe Couillard, a la sazón primer ministro, a rendir cuentas. Al entonces director del instituto de Estudios de Canadá en la Universidad McGill le costó el puesto señalar que la falta de confianza social de la región, unida al déficit de coordinación de las autoridades, estuvo detrás del desastre. Pero sus comentarios se apoyaban en evidencias: Quebec es realmente una sociedad que los expertos denominan de “baja confianza”.
En comparación con el resto del país, la población de Québec confía mucho menos en el prójimo, lo que incluye a vecinos, compañeros de trabajo, personas que hablan un idioma diferente y aun su propia familia. Los ciudadanos de Québec —anglófonos o francófonos— tienen menos amigos íntimos, participan menos en organizaciones cívicas, y no se prodigan tanto en el voluntariado social como los ciudadanos de otras regiones canadienses. El nacionalismo militante ha tenido mucho que ver, por supuesto. Décadas de estrés político han dejado una profunda huella psicológica en el país, además de deteriorar la convivencia y menoscabar la economía. Los sobresaltos provocados por dos referéndums fallidos, unidos a las leyes sobre el uso de la lengua —muy en particular la Charte de la Langue Française de 1977, que consagraba el francés como idioma público oficial— provocaron un genuino éxodo de ciudadanos angloparlantes: 200.000, nada menos, entre 1976 y 1995. El periodo de esplendor en que Montreal logró ser la sede de exposiciones internacionales y de unos juegos olímpicos ha quedado atrás, y áreas más abiertas como Toronto están tomando claramente la delantera.
Y por cierto, Quebec también sufrió una estampida de empresas: aún hoy, ciudades con un tercio de la población de Montreal, como Calgary, poseen más oficinas comerciales que la capital. Las similitudes con Cataluña no son pocas, aunque hay alguna diferencia substantiva. El nacionalismo parece contenido en Quebec, con un 35% de ciudadanos favorables a la independencia. Al igual que ocurre en Cataluña, el profesorado quebequense también es mayoritariamente secesionista, y la identificación entre el “unionismo” y el derechismo, o el fascismo, también es frecuente. Hay semejanzas incluso en la política migratoria: Quebec , como Cataluña, ha favorecido la llegada de inmigración musulmana del norte de África —francófona—.
El pasado mayo, en una visita a Montreal con motivo de un simposio en la Unversidad Mc Gill sobre salud mental masculina, tuve la ocasión de entrevistarme con el ex primer ministro Jean Charest, cuyo parecer sobre el estado de la cuestión fue más bien sombrío: “No resolveremos el problema del nacionalismo de una sola vez”. Sin embargo, existen soluciones al menos parciales, por más que varias de las medidas adoptadas en la política canadiense, tan alabada por Sánchez, no vayan precisamente en la dirección de favorecer indefinidamente las demandas del separatismo. Iniciativas como la Ley de Claridad, aprobada en 2000, han despejado algo el panorama, sobre todo al reforzar la posición del gobierno federal. Un cierta retorno al sentido común, junto con la vigilante disidencia de los no nacionalistas, impiden por ahora que el país sucumba a la misma utopía supremacista que algunos anhelan para Cataluña.
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