¡Pelosi de maniobras!
Nancy Pelosi es un político profesional. Entendámonos, profesional en el sentido de que ha hecho de la política su única profesión. Aceptando que la carrera política es fundamentalmente una forma de ganarse la vida, nadie puede decir que no haya tenido éxito, ya que lleva más de 35 años como congresista y ha ocupado durante más de 7 (en dos etapas) la Presidencia de la Cámara de Representantes. Sin embargo, si el éxito de su carrera se valora atendiendo a los beneficios que su desempeño ha traído al pueblo estadounidense la cosa no está tan clara; la opinión más extendida es la de ser un político polemista, preocupada por la figuración personal y el enfrentamiento mediático. En consecuencia, en cualquier encuesta nacional siempre lidera, con porcentajes por encima del 60%, el ranking en apreciaciones desfavorables.
Pelosi no es la historia del abogado con privilegiada inteligencia que inicia su carrera política siendo elegido district attorney, o la del exitoso emprendedor que exhibe como méritos su visión de negocio, su capacidad de gestión o la creación de empleo y de riqueza para muchos compatriotas. Su singladura es la de una joven ambiciosa que supo que solamente podía prosperar siendo una chica del partido. Consciente que tenía escasas posibilidades de ganar elecciones en un enfrentamiento abierto, fue creciendo como meritoria en el partido demócrata y tejiendo una de las redes de auto-clientelismo más sólidas y fructíferas del país. Así consiguió aparecer, después de la desaparición del carismático Phillip Burton y de su esposa Sala, como candidata designada para su sustitución; así ha conseguido renovar 18 veces puesto en la Cámara en el distrito de San Francisco, donde el apoyo demócrata siempre está por encima del 80%; y así consigue pastorear los grupos demócratas del Congreso desde hace casi dos décadas.
Lo peor de todo es que con esos logros personales a sus espaldas, con la fortuna de su marido y con el aplauso unánime del progresismo woke, la octogenaria Pelosi se ha creído el cuento y se comporta con un divismo que no tiene cortapisas en el interés de su país o incluso, como estamos viendo ahora, del equilibrio mundial.
Poco importa si esta vez la razón está de su lado. Lamentablemente, Taiwán es un país sin derecho a serlo. Los dos millones (soldados, empresarios, intelectuales o estudiantes) que llegaron a la isla con Chiang Kai-shek en 1949 completaron el valioso capital humano de una comunidad que ya había desarrollado durante la dominación japonesa la agricultura y la industria. Hoy ya son 23 millones, y desde entonces han empleado la mitad del tiempo en hacerse ricos y la otra mitad en hacerse demócratas. Pero da igual, aunque disfrutan de un régimen que respeta los derechos humanos y garantiza las libertades, su futuro, al igual que le ocurrió a Hong Kong, está marcado por la inexorable unificación con la República Popular China.
Porque la unificación inversa, en la que el pequeño se come al grande, solamente fue el sueño de Soong May-Ling, la americanizada esposa del Generalísimo. Todos dan por descontado que Taiwán será, algún día cercano, integrada (no reintegrada, porque nunca formó parte de ella) en la China comunista, pero nadie descuenta que en los próximos lustros los 1.400 millones de chinos sean libres.
Efectivamente Pelosi puede tener razón y, en otras circunstancias, sería apreciable su intento de apoyar al débil, pero ahora lo más conveniente, para el bienestar de sus compatriotas y para la tranquilidad del mundo, es que no se provoquen nuevas distorsiones y que China deje de apoyar a Rusia para que se detenga la guerra en Ucrania y se inviertan sus perniciosos efectos. Alimentar la perenne crisis chino-taiwanesa, o dar excusas para que sea China quien lo haga, no es lo que ahora tocaba, pero ocurre que algunos, al contrario que el apotegma de santa Teresa, siempre escriben torcido aunque los renglones sean rectos.
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