Madrid: ni orgullo, ni prejuicios

Madrid: ni orgullo, ni prejuicios

El pasado jueves nos juntamos un grupo de compañeros de estudios a comer en la terraza de un restaurante de la capital. Todavía con la resaca de las elecciones empezamos a discutir sobre qué es esto de la madrileñidad y lo de vivir a la madrileña; tanto a los que somos de aquí, como a los que llevan 40 años, nos ha pillado en fuera de juego. Fuimos encauzando las opiniones (lubricando nuestro discernimiento con unas botellas de Ribera del Duero para corroborar la explicación que de los resultados de las encuestas del CIS extrajo el propio José Félix) y al final, rara avis, alcanzamos a estar medio de acuerdo en lo que puede tener de especial esto de ser madrileño.

En primer lugar, coincidimos en que ser de Madrid es no ser nada. Como parece que no se puede contrariar a Parménides y que ontológicamente hay que ser algo, decidimos que somos lo que nos toca ser, pero vamos, sin ninguna uniformidad. Cada uno adopta la personalidad que más le peta para componer el crisol de razas madrileño: íntegros fanfarrones bilbaínos, nobles baturros, hacendosos levantinos, acogedores andaluces, pícaros, generosos, embaucadores, disfrutones siempre… 

Y es que empeñarse en ser algo por el origen es empeñarse en ser diferente, y de ahí al supremacismo hay sólo un paso. Bastante estamos sufriendo a los que reclaman ser diferentes y exigen ser tratados como tales. Porque, evidentemente, quien dice que es distinto está diciendo que es mejor; ¡nadie pretende ser diferente para reconocer que es peor que los demás! 

También aceptamos que en Madrid no tenemos nada tan distinto o tan exclusivo. No hay grandes monumentos, ni estrellas rutilantes, ni un emblema planetario. Si quitamos nuestros museos de pintura tampoco hay un reclamo que no haya que dejar de ver antes de morirse. Hace unos años, viviendo en Santiago de Chile, vinieron conmigo a Madrid un amplio grupo de colaboradores y la visita obligada era… ¡el Santiago Bernabéu

A nadie se le ocurre decir en Madrid lo que comentaba mi amigo Federico, farmacéutico de Santander, contemplando la bahía: “la más bonita del mundo”. – Hombre Fede- le comenté, – yo no he visto la de Sídney, pero la de Río o la bahía Victoria en Hong Kong me parecieron una barbaridad.

Debe ser por no tener un atractivo irresistible por lo que siempre estamos deseando marcharnos. Ser de Madrid es querer huir de aquí. Huir del tráfico, del trabajo, de las manifestaciones, de los políticos, de este clima atroz. Lejos o cerca, al pueblo o al extranjero, al norte elegante, a las playas de Cádiz o de levante, al microclima de la Costa del Sol o de las islas, o a tomar el sol o el fresco a donde sea. Fines de semana, puentes, Navidad, verano… ¡lo que nos dé la cartera! 

Y claro, no se presume de nada. Si no eres nada especial por ser madrileño, si no tienes nada por ser o vivir aquí, más allá de lo que te permitan conseguir con tu esfuerzo, no hay nada de que presumir. Y posiblemente es uno de los secretos de la capacidad de acogimiento que tiene esta ciudad y esta región. Además, así es muy difícil generar rivalidades, ya sean internas o externas, y por eso resultan tan impostadas las que han denunciado interesadamente los partidos secesionistas y, alucinas, el propio PSOE. 

En la propia región tampoco hay motivos de envidia. Cada uno tiene lo suyo en su barrio, en su ciudad o en su pueblo, y no se codicia al centro de Madrid. Lo que se llamaba el cinturón rojo no puede ser más multicolor. Cada pueblo del sureste de la capital es una auténtica ciudad, con ricos y pobres, con rojos y azules; y con una magnífica oferta de bienes y servicios que han creado sus habitantes con el impulso de una economía socio liberal bien engrasada por la comunidad y los ayuntamientos.

Se me ocurre que debe ser por esa falta de presunción por lo que aquí se empatiza con el alcalde Martínez-Almeida, que es todo y no presume de nada, en vez de con Pedro Sánchez, que no es nada y presume de todo. 

Y entonces, sin orgullo enfermizo y libre de complejos de superioridad, sin reclamaciones históricas ni exigencias egoístas, la comunidad de madrileños contribuye a la prosperidad propia y de toda España sin atender a orígenes o prejuicios. Ni frivolidad ni desprecio, sino enfrentando la vida con tranquilidad y libertad fordiana, Madrid contesta las patéticas e interesadas acusaciones de insolidaridad, machismo o incluso fascismo, pero también desnuda a quien desde dentro pretenda vestir ridículos ropajes de grandeur.

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