La infame rendición de un traidor
Cuando se agotan los adjetivos para definir la conducta y los actos de un individuo lo procedente es arrumbarles -salvo, claro está en los titulares- y describir el alcance de sus felonías. Sólo hay un precedente parigual a lo que, ante España entera, está perpetrando Pedro Sánchez: el 5 y el 6 de mayo de 1808 en Bayona, Francia, dos reyes españoles, Fernando VII y Carlos IV hocicaron sus reales cabezas ante Napoleón. Los dos cedieron sus derechos dinásticos al emperador francés Napoleón quien, tras la pasmosa entrega, no tardó ni un mes en designar monarca de España a su hermano José, el pobre Pepe Botella, un tipo más cuerdo de lo que se ha escrito, que cayó aquí, en España, como el aceite hirviendo sobre la faz de una damisela. Fueron dos abdicaciones que significaron la humillación de dos jefes de Estado españoles a un emperador colonialista. De aquel momento histórico quedó la denominación popular que arrastró en vida, también después, el peor de dos, Fernando VII: «El Rey Felón».
Ni en los fingidos, o no, regímenes de libertades asentados desde entonces (dejemos el franquismo para otra ocasión que aquí ya se ha llevado lo suyo) ha existido otro ejemplar de estas características: ninguno hasta llegar a Pedro I el Mentiroso. Desde siempre se han establecido acertados parangones entre el Monarca citado y el ahora presidente del Gobierno. Debemos quedarnos únicamente con un símil: la absoluta falta de principios que califica el modo de ejercer el poder a uno y otro. Si en tiempos de Fernando VII hubiera existido un juego tan actual, tan comprometido, como el baloncesto, podría acreditarse que aquel soberano, carecía absolutamente de fundamentos, o sea, lo mismo que Sánchez. Fundamentos en el basket son movimientos tan básicos como respetar el bote del balón para no incurrir en onerosos dobles o saltar con las dos piernas a la vez únicamente para coger impulso y, en lo posible, elevarse hacia la canasta sin atizarle un rodillazo al contrario.
En política, justamente, los fundamentos que en su época transgredió con vileza miserable Fernando VII y los que ahora vulnera a diario Pedro Sánchez, se pueden traducir en estas dos exigencias: ajustarse escrupulosamente a las normas constitucionales de actuación política, lo que este martes llamó con gran énfasis Felipe VI: «sometimiento al Derecho», y, también ajustarse a la decencia personal para no incurrir en permanentes engaños en cambios de opinión artificiales sólo en beneficio del protagonista. La última indignidad practicada por Sánchez, anticipo desde luego de las muchas que vemos venir, una humillación, ha sido la rendición por conveniencia propia ante un forajido de apellido Puigdemont, y de alias en su propio partido de origen, Tarugo Carles, no me molesto en saber cómo se traduce al catalán. El prófugo en Waterloo no sólo recibe a un enviado especial de Sánchez como un invitado de igual a igual, no sólo coloca al desdichado amanuense de Sánchez, Santos Cerdán, un mural desmadrado que representa la feroz rebelión de los secesionistas catalanes en octubre del 17, sino que el viajante se postra ante un delincuente que, encima, promete volver a constituir el pecado y que se orina (el verbo está el RAE) en el abrigo del visitante.
Gota a gota estamos asistiendo al desmembramiento de España. Se asemeja este Pedro Sánchez en su función política al desalmado descuartizador David Sancho, éste no dejó miembro alguno de su víctima sin destrozar, y Sánchez está empeñado en dejar España en las rastras, ni siquiera para el tinte. Lo hace porque le da la gana, porque eso le otorga poder omnímodo en La Moncloa, y porque le deja hacerlo una sociedad anclada en la pasividad, en el aquí no pasa nada, y si pasa se le saluda. Las manifestaciones ya cumplidas y las estupendas que se anuncian para los próximos días y que vamos a engordar hasta el punto que nos sea posible, no ocultan la realidad del parón culpable que sufren las elites mejor influyentes de nuestra comunidad.
En una anterior crónica preguntaba: ¿hay alguien ahí?, ahora pregunto: ¿dónde está la Real Academia que se va a quedar sin una lengua perseguida incluso desde Madrid? ¿Dónde la de la Historia que asiste impávida a la malversación de una trayectoria milenaria, la más antigua de Europa? ¿Dónde la de Ciencias Morales y Políticas que mira para otro lado mientras se subvierten los usos naturales, y se crea una virtualidad acomodaticia dispuesta a tragar con todo? ¿Dónde la de Jurisprudencia que se calla como un difunto contemplado cómo se vulneran todos los principios del Derecho y se asaltan las instituciones democráticas? ¿Dónde están, para qué sirven las pocas universidades que aún no han caído en las garras del comunismo o del populismo caribeño? ¿Dónde están los colegios profesionales? ¿Dónde están las instituciones intermedias como las iglesias a las que parece importarles una higa la laicidad impuesta a nuestra educación? ¿Dónde está el Ejército democrático, el que se ha olvidado de los golpes del XIX, pero que parece hoy reducido a apagar fuegos por doquier, y no dice ni Pamplona? ¿Dónde están los Ateneos ahora convertidos en reductos, donde impera el pensamiento único de estos analfabetos gobernantes?
Mil interrogantes quedan en el tintero que pueden resumirse en una genérica que sirve para todo uso: ¿va a seguir la sociedad española hibernada mientras se vuela su medio ambiente histórico? En su carta a Madison, el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, escribió: «Un poco de rebelión de vez en cuando es buena cosa». Estamos tan mal que nos podríamos conformar con eso, una rebelión a media jornada, un par de horas para hacer la vida insoportable a este infame traidor.
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