Homenaje en Cataluña

Cataluña
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Confío en que el homenaje que se ha rendido en Montjuich (Barcelona) a Antonio Escobar, coronel de la Guardia Civil, ascendido a general en la Guerra Civil, abra de una vez los ojos a Pedro Sánchez sobre la complejidad de la contienda española. Hace ya cuatro décadas la figura de Escobar se reveló para el gran público como un antídoto contra cualquier intento de reducir la contienda española a un relato sin matices. Fue gracias a José Luis Olaizola y a su novela La guerra del general Escobar, premio Planeta en 1983.

Los lectores descubrieron el destino de un hombre católico y conservador, con una hija monja y un hijo falangista, cuya lealtad a su juramento le llevaría a tener un papel decisivo en el aplastamiento del golpe militar de julio de 1936 en Barcelona. Lo que se debió también en gran medida a su superior, el general José Aranguren, también católico y conservador, quien se mantuvo al lado del Gobierno, y cuya figura, rescatada y reivindicada en 2017 por Lorenzo Silva en otra obra imprescindible, Recordarán tu nombre, ha quedado relegada en este homenaje.

Escobar tuvo también, como Delegado de Orden Público en Cataluña y Jefe Superior de Policía en Barcelona, un papel importante en la lucha contra anarquistas y poumistas en mayo de 1937, que George Orwell vivió y luego revivió en Homenaje a Cataluña. Aquella guerra en las propias filas republicanas, después de la cual Escobar sufrió un atentado y ascendió a general, subraya de nuevo la complejidad de aquel pasado frente a las visiones planas que pretenden imponerse desde el BOE.

Con la derrota de la República, el destino de Aranguren y de Escobar fue caer ante sendos pelotones de fusilamiento franquistas. A Aranguren, impedido por un grave accidente de coche, lo ejecutaron en 1939 sentado en una silla. Ni las peticiones de clemencia del cardenal Segura ni el sacrificio de su hijo falangista, muerto en Belchite defendiendo la causa de los sublevados, libraron a Escobar de la pena de muerte en 1940. Él mismo dio las órdenes al piquete, formado por guardias civiles.

Se comprende la emoción que habrá sentido hoy la familia del coronel Escobar, recordado en el lugar en que fue ejecutado. Resulta también muy simbólico, aunque desconozco si era este el propósito, honrar a la Guardia Civil por su lealtad al orden constitucional en Cataluña. Pero el homenaje, a la vez, ha dejado en evidencia, como digo, el mensaje simplista del Gobierno de Sánchez respecto a aquel pasado, ya que la figura de Escobar evoca como pocas la suerte convulsa y trágica, contradictoria y épica de todos los hombres de la Benemérita en la contienda.

Los hubo que se enfrentaron al golpe, los que se sumaron al mismo y los que se acomodaron a la situación según fueran las tornas en su demarcación, aunque ello supusiera estar en el bando contrario a sus ideas. Tal estado de cosas llevó al Gobierno republicano a disolver la Guardia Civil en 1937, sólo unos meses después de haberla reorganizado como Guardia Nacional Republicana. Franco estuvo a punto de disolverla también después de la guerra.

Aquí he traído ya el recuerdo del guardia civil Manuel Manresa Pamiés, padre de Josefina, la mujer del poeta Miguel Hernández: fue asesinado por las milicias en plena calle en Elda (Alicante) el 13 agosto de 1936, casi un mes después de sofocada la sublevación, junto con otros cinco compañeros. Dejó viuda y cinco huérfanos menores de edad. A diferencia de otras familias, la de Manresa nunca recibió una pensión del régimen franquista por su asesinato. Su caso es el de tantos españoles que quedaron en tierra de nadie, víctimas de los «hunos» y los «hotros», y ahí siguen en estos tiempos, como los de antaño, de memoria selectiva.

Cierto es que bajo el franquismo el recuerdo de unos guardias civiles fue honrado y el de otros cancelado, tal como ahora, pero a la inversa. Pero esta desigualdad no rebaja un ápice la crueldad del destino al que muchos se enfrentaron, como los 51 jefes, oficiales, clases y guardias detenidos por ser considerados desafectos al Frente Popular en la checa Espartacus, en el madrileño convento de las Salesas Reales, y fusilados en el cementerio de la Almudena en noviembre de 1936. Entre ellos, el teniente coronel Sebastián Royo Salsamendi, jefe de la Comandancia de Madrid, que había servido pocos años antes a las órdenes de Aranguren cuando este fue jefe del primer Tercio, con sede en la capital. Royo instruyó un expediente por la evasión de fuerzas de la Benemérita al campo sublevado por la Sierra de Guadarrama, pero, insólitamente, se convirtió después en el principal acusado.

Tampoco esa desigual memoria debería menguar las páginas de heroísmo que unos y otros escribieron. Les pongo algunos ejemplos. De un lado, el teniente coronel Pedro Romero Basart, que participó con cerca de setecientos guardias civiles en la defensa del Alcázar de Toledo, o el capitán Santiago Cortés, que encabezó con otros trescientos la del Santuario de Santa María de la Cabeza (Jaén). Del otro, el coronel Juan Ibarrola, vasco y católico, uno de los mejores militares del bando republicano, que lideró en Asturias la última resistencia de las fuerzas vascas en el Norte después del pacto del PNV con las fuerzas de Mussolini en Santoña.

En aquella acción de la llamada División Vasca de Choque acompañaron a Ibarrola otros mandos de la Guardia Civil, como los comandantes Enrique García Gunilla y Matías Sánchez Montero. Su historia salió a la luz en 2006 con el libro Los rojos de la Guardia Civil, de José Luis Cervero. Se trataba de un puñado de oficiales de la Benemérita llegados en septiembre de 1936 por avión desde Madrid a Bilbao para comandar las unidades del nuevo ejército vasco creado por el lehendakari José Antonio Aguirre.

En noviembre de 1936, cinco de los nueve sectores del frente vasco y nada menos que tres cuartas partes de los gudaris -los de verdad, no los cobardes asesinos de ETA- estaban bajo el mando de oficiales de la Guardia Civil. Entre ellos se contaban también los capitanes Germán Ollero y José Bolaño y el teniente Carlos Tenorio, jefe de la única unidad vasca de carros blindados de la Historia.

La suerte de algunos de estos oficiales de la Guardia Civil que combatieron junto a los gudaris anticipó la de Aranguren y Escobar: Bolaño fue capturado y fusilado por los franquistas después de la caída de Santander, Sánchez Montero después de la de Asturias y García Munilla al acabar la guerra. A Ibarrola y Ollero se les conmutaría la pena de muerte. Tenorio pudo ser asesinado en sus propias filas.

Este es quizá el capítulo más olvidado de la historia de la Benemérita en la contienda española. Hoy ninguna calle, ningún monumento, recuerda en el País Vasco a estos guardias civiles que combatieron junto a los auténticos gudaris en el Gorbea o el Bizcargui. No es la primera vez que en estos tiempos de «memoria histórica» se dispone el olvido sobre lo que no interesa o no es conveniente saber ni recordar.

Y hablando de la Guardia Civil, ojalá que nadie se olvide nunca de testimoniar el abrazo permanente de la sociedad española a las familias de los 210 guardias civiles asesinados por ETA. A lo mejor se podría empezar prohibiendo los homenajes públicos a sus verdugos. Qué menos, ¿verdad?

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