El hambre y las ganas de comer
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En Estados Unidos, que tiene una tasa de paro de apenas el 5%, se ha comenzado a acuñar el término de la gran retirada. Este hace referencia a la creciente desafección de muchos ciudadanos por ocuparse en el mercado laboral de manera estable o simplemente por ocuparse. La pandemia, sumada a la revolución tecnológica y la consiguiente multiplicación del teletrabajo parece que está haciendo estragos. Las empresas no encuentran suficientes empleados para colmar sus necesidades. Muchos de estos prefieren cambiar premiosamente de compañía, o sencillamente disfrutar de la vida gozosa y contemplativa si están monetariamente cubiertos o simplemente han sido seducidos por el epicureísmo de la vida moderna.
No sabemos a ciencia cierta adónde nos llevará esta tendencia insólita, pero si atendemos a todo lo que nos ha exportado América en las últimas décadas, como la cultura de lo políticamente correcto, la política de la cancelación del disidente o la reivindicación agresiva de las identidades falsamente maltratadas conocida como el movimiento woke es para echarse a temblar. Por más que el progresismo universal nos ataque masivamente con el aumento escandaloso de la desigualdad, la evidencia empírica parece apuntar a que estamos en presencia de una gran falacia. Los hechos siguen demostrando que en los países desarrollados no se pasa hambre, y que, en consecuencia, no hay ganas de comerse el mundo, que ha desaparecido el apetitivo por triunfar y que se ha instalado el conformismo.
En España, los últimos datos de la encuesta de población activa relativos al año pasado han sido celebrados sin freno por el Gobierno, dada la creación de 841.000 puestos de trabajo y una rebaja del paro de 615.000 personas, pero la letra pequeña del sondeo induce a la inquietud. Si se miden los resultados en relación con el ejercicio de 2019, el anterior a la pandemia, el registro muestra 4.200 empleados menos en el sector privado y 220.000 empleos públicos más. Para cualquier observador imparcial, esta no es una combinación muy sana.
En tiempos de una crisis singular y exógena como la sanitaria que estamos viviendo el empleo público puede tener justificación para abordar los problemas acuciantes de la salud o de la educación, aunque siempre que sea provisional y transitorio. Es decir, debería reducirse intensamente a la menor oportunidad, en cuanto la situación empiece a estabilizarse, no haya que ordenar las colas para la vacunación ni contratar más personal para que nos inocule ni los colegios necesiten los empleos de nueva generación a que ha dado lugar esta situación excepcional.
Tampoco es positivo, y este es un dato al que prestan mucha atención los institutos de opinión, el FMI o el Banco Central Europeo, que es el que financia la economía española, que el número de horas trabajadas haya estado un 4% por debajo. Ni los miles de empleados que todavía siguen en un ERTE, ni los autónomos que han declarado el cese de actividad, ni la multitud de empresas que han bajado definitivamente la persiana.
¿Hay una especie de gran retirada, del tipo de Estados Unidos, en España? Esperemos que no, pero la cifra del menor número de horas trabajadas, sumada al aumento registrado por la EPA de los inactivos -la gente que ha perdido todo interés por buscar empleo- junto a una tasa de ocupación tan débil son preocupantes. Gravemente preocupantes, cabría decir, porque, a diferencia de lo que sucede en América, la tasa de paro en España es del 14%. Aquí no hay razón ni causa para que la gente no aspire a encontrar un empleo, o no quiera, o, trabajando, padezca una inclinación frenética por cambiar de ocupación en busca de una vida más confortable, degradando la productividad del país.
Esto no tiene justificación alguna. Sólo hay dos posibles motivos para explicarlo: la falta de flexibilidad del mercado legal de trabajo, que ahora se va a reforzar con la contra reforma laboral, o un gigantesco mercado negro: una economía sumergida brutal. Con más de tres millones y medio de parados registrados oficialmente, esta situación de abulia contagiosa o de promiscuidad laboral carece de sentido. A ello contribuye seguro la destrucción a cargo del Gobierno que dirige la nación de la cadena de incentivos que empuja a la gente a reordenar sus prioridades, empezando por un sistema educativo que ni produce ni ofrece las habilidades y cualificaciones que necesitan las empresas y terminando por un sistema de protección social que elimina cualquier instinto de superación y de integración de las personas en la vida civil ordinaria. Que disuade el esfuerzo, así como lamina la capacidad de sufrimiento y la virtud de la perseverancia para alcanzar los sueños que alberga toda persona bien formada.
La combinación de todos estos factores es que la economía no acaba de arrancar, que somos, con diferencia, el país que menos vamos a crecer este año -un magro 5% que no se compadece con el batacazo del 11% de 2020-, que el consumo no acaba de tirar y que la inversión apenas despierta, ambos indicadores castigados por un Ejecutivo que no inspira confianza, entregado a un aumento desorbitado del gasto público que todos los agentes económicos saben que va a exigir más impuestos en el marco de una inflación rampante que ahoga sobre todo a las clases más populares.
En estas condiciones tan aciagas los mensajes oficiales deberían ser no solo incontestablemente paliativos sino promotores de un cambio radical de estrategia. No lo parece. Con un aumento desordenado de los precios, unos tipos de interés indefectiblemente al alza y la tasa de desempleo más alta de Europa -ofensiva en lo que respecta al paro juvenil- la inyección de rigidez que introduce la contra reforma laboral aprobada la semana pasada, pactada de manera incomprensible entre la patronal y los sindicatos venales del país, y validada de manera infame en el Congreso de los Diputados es simplemente una locura.
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