Opinión

La crisis que ha alimentado el intervencionismo

Se han reunido en Jackson Hole los banqueros centrales de todo el mundo y ahora, todos ellos se acuerdan de lo peligrosa que es la inflación, de la necesidad de evitar que se vuelva estructural y de la necesidad de aplicar una política monetaria más restrictiva. Todo ello, tras haber dejado pasar muchos meses, demasiados, con un desbordamiento del nivel de precios que habría hecho necesario una intervención temprana por parte de los bancos centrales, para evitar males mayores; males que ahora no les queda más remedio que asumir que se producirán, porque la inflación hay que combatirla.

En este punto, hay que recordar que el objetivo único del BCE -el banco central que más tarde ha llegado a la rectificación de su política monetaria- es mantener la estabilidad de precios y sólo subsidiariamente se encuentra el contribuir al crecimiento económico. Después de tanto estímulo expansivo monetario, nos encontramos con que, por una parte, se ha mantenido anestesiados a los bancos, gracias al tiering, al tiempo que les impedía tener un margen de intermediación suficientemente elevado en su operativa tradicional, que limitaba sus ganancias; y perjudicaba a los ahorradores, al penalizarse los depósitos.

Los bancos centrales, tras haber dicho durante mucho tiempo que la inflación iba a ser transitoria, pasaron a considerar que la transitoriedad podía durar más de lo previsto, para decir después que había riesgo de convertirse en estructural y asegurar ahora que tienen que actuar con dureza para evitar peores males en la economía. En definitiva, el BCE no puede olvidar su único objetivo, su mandato, que no es otro que la estabilidad de precios y luchar claramente contra la inflación.

En estos momentos, parece que sí se han acordado de ese mandato y advierten de la dureza que en la economía puede provocar la lucha contra la inflación, pero que es imprescindible para que el deterioro económico no sea todavía mayor. Tienen razón, pero se olvidan de decir que ya se les advirtió. Ya se les dijo hace meses que cuanto más se tardase en reaccionar y cambiar hacia una política monetaria restrictiva, cuanto más se dejase que la inflación se enroscase en toda la cadena de valor, más duras tendrían que ser las medidas y mayor impacto negativo tendrían en la economía. Yo mismo lo escribí aquí, en OKDIARIO, el viernes cuatro de febrero de este año, habiendo advertido de lo peligrosa que es la inflación mucho antes, a principios de julio de 2021. Y como yo, otros economistas.

Dijeron que exagerábamos, que no comprendíamos que la teoría cuantitativa ya no operaba de la misma manera que antes, pero mucho me temo que los equivocados eran quienes no querían ver el fantasma de la inflación y que sigue demostrándose que la inflación es un fenómeno monetario, de manera que a mayor liquidez, mayor financiación, especialmente si financia -como el BCE ha financiado- ingentes cantidades de gasto público, que sólo contribuyen a tensar los cuellos de botella y a subir más los precios, sobre todo si hay gobiernos, como el de Sánchez, que son insensatamente expansivos en el gasto. Ahí está España, con una inflación varios puntos por encima de la de Francia, por ejemplo, y también por encima de la alemana, italiana, de la media de la eurozona o del conjunto de la UE.

Está bien que los bancos centrales rectifiquen y emprendan el retorno hacia la ortodoxia monetaria -más rápida y peligrosa por riesgo de colapso ahora que si lo hubiesen hecho antes, por el retardo que han tenido en tomar la decisión- y sólo falta que la Comisión Europea recupere urgentemente las reglas fiscales. No se puede seguir viviendo por encima de las posibilidades de la economía, en este festival de gasto en el que nos tiene Sánchez, con una deuda que sin el respaldo del BCE sería muy difícilmente sostenible y, desde luego, muy cara para financiarla. Europa debería abandonar el extremismo medioambiental y hacer posible una transición energética racional, y dejar de empobrecer a los ciudadanos y empresas, como ha hecho hasta ahora la imposición radical de una política energética que ha prohibido unas fuentes de energía sin tener aseguradas otras de recambio abundantes, baratas y eficientes. Es decir, que todo el sector público e instituciones intervencionistas y reguladoras hagan bien su trabajo, con rigor técnico en lugar de con prejuicios políticos, porque estos últimos -los prejuicios políticos- son los que nos han llevado a la situación tan difícil en la que nos encontramos.