Contra el Papa Francisco y su falta de Dios
Me confieso católico, apostólico y romano, pero no practico. Rezo a diario, aunque desde que murió mi esposa, hace ocho años, no voy a misa porque adoro la inteligencia y en las iglesias escasea. Antes la acompañaba los domingos a la sesión de las ocho, cuando predicaba un sacerdote joven apuesto y con barbita ‘Che Guevara’ llamado Eliseo, que era un progresista insufrible igual que casi todos los curas.
Como tenía más afición por las mujeres que por la liturgia, enseguida abandonó los hábitos dejando huérfana a mi mujer y a los jóvenes con las guitarras que convierten el sacramento de la Eucaristía en un martirio.
A mi me gusta ir a la Iglesia si oficia un sacerdote con sentido común capaz de acabar el espectáculo en poco más de media hora y de emitir homilías con enjundia. A lo largo de mi vida he escuchado algunas de estas. Pero en los tiempos que corren la vulgaridad dominante ha contaminado irreversiblemente al clero, que nunca ha destacado por su brillantez ni por sus dotes de persuasión expulsando a los feligreses del culto.
Para oír hablar de los pobres me basta con escuchar el discurso delincuencial de Pablo Iglesias, que es su preclaro exterminador, o al ubicuo padre Ángel, cuya labor es encomiable, pero al que reprocho ser íntimo del señor del moño y haberlo propuesto junto a Sánchez premios Nobel de la Paz con motivo de la pandemia más mortífera del planeta a causa de su inutilidad manifiesta y de su actitud criminal. ¿Se puede ser más insensato?
Sí. Se puede. El más insensato y cancerígeno de la Iglesia católica y romana es el Papa Francisco, al que por desgracia debemos obediencia. Su última encíclica Fratelli Tutti es la consolidación del pensamiento mágico de este argentino peronista que lleva años atacando la economía de mercado y lo que llama neoliberalismo, a los que acusa, sin argumento de peso, de todos los males que aquejan al planeta.
Habiendo recogido el testigo de la fe explosiva y perfectamente comprensible de Juan Pablo II -azote del comunismo al que jamás habrán visto cuestionar a Francisco, gran impulsor de la caída del Muro de Berlín junto a los grandiosos líderes de la época Reagan, Thatcher e incluso el propio Gorbachov-; después de haber devorado la sutileza intelectual y espiritual de Benedicto XVI, el retroceso experimentado por la Iglesia Católica con la entronización de un Papa que es lo más parecido a un párroco, en el peor sentido de la palabra, es lamentable.
Para no tratar de ser excesivamente sectario, pregunto a mi amigo y profesor Íñigo Pascual, católico practicante, por ‘Fratelli Tutti’, y me escribe: “El tono general de la encíclica es el de un trabajo para clase de religión en un colegio de monjas teresianas del Padre Poveda. Se resume en lo siguiente: hay que ser buenos, el primer mundo es malo y nos tenemos que entender en vez de pelearnos. ¿Y Dios?”. ¿Dónde demonios está Dios en la encíclica?, abundo yo.
“Los católicos deseamos que el jefe de la Iglesia nos guíe en la búsqueda de Dios, no en la reorganización de la ONU; que nos transmita que la Iglesia es la continuación de la palabra de Cristo, no una ONG; e incluso que no nos reprenda por estar bien alimentados, poder dar una educación decente a los hijos y perseguir un futuro mejor para nuestra familia y la sociedad la que vivimos”, me sugiere Pascual.
Este Papa, sin embargo, es un materialista, un antropocentrista que cree que el hombre es la medida de todo. Hace ya muchas décadas que no teníamos sentado en el sillón de Roma a alguien tan ayuno de conocimientos económicos y tan dominado por los estereotipos del izquierdismo recalcitrante, a pesar de haber padecido sus graves consecuencias durante su estancia en Argentina.
Esta ignorancia colosal se ha transformado en una obsesión enfermiza contra los mercados, el liberalismo económico y la riqueza, aunque la evidencia empírica se haya encargado de demostrar que sin ninguno de estos activos- en su opinión nauseabundos- es posible disipar la desigualdad y paliar la pobreza. En el punto 119 de la encíclica Francisco escribe esta frase aberrante: “…si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando”, como si la economía fuera una cuestión de suma cero.
En el punto 163 hay todavía un párrafo más escandaloso que habrá hecho las delicias de Pablo Iglesias y del padre Ángel, en caso de que hayan leído la encíclica: “Es frecuente acusar de populistas a todos los que defienden los derechos de los más débiles de la sociedad”, para a continuación, en el punto 169 decir que “hay que hacer participar a los movimientos populares de la estructura de Gobierno”, sugiriendo que ni el sufragio universal ni la democracia parlamentaria son suficientes para colmar el mensaje ni las enseñanzas de Cristo, que Francisco pervierte y malversa.
Contrariamente a lo que algunos creen, la izquierda no tiene el monopolio de la preocupación por los pobres ni de las buenas ideas sobre cómo ayudarlos. Ya sea que ocurra en este pontificado o en el siguiente, existe una necesidad desesperada de que el papado y otros líderes de la Iglesia Católica amplíen dramáticamente los círculos de opinión a quienes consultan sobre temas económicos como la riqueza y la pobreza.
Si no lo hacen, me temo que seguiremos viendo cómo continúan pronunciando declaraciones generales sobre tales asuntos que reflejan una falta sustantiva de apertura al diálogo que Fratelli Tutti insiste en que debe priorizarse en todas partes, escribe en un comentario sobre la encíclica el inglés Samuel Gregg, del Instituto Acton.
Francisco ataca la especulación financiera sin tener la menor idea de los efectos benéficos que ha tenido sobre los ciudadanos; por ejemplo, en el sostenimiento de los precios de los inmuebles durante la pasada recesión, salvando de la ruina a muchos propietarios.
Cuando se hace bien, la especulación financiera ayuda a crear eficiencias en la inversión y en el despliegue de capital por parte de individuos y empresas que, si bien están diseñadas para producir beneficios, también pueden promover una mejor administración de los recursos disponibles que de otro modo podrían desperdiciarse.
Pero no es extraño que alguien de su rango se pronuncie de esta manera tan desafortunada si está completamente persuadido de la maldad intrínseca de la propiedad privada y de ‘su tiranía sobre los bienes comunes’ o de pedir ‘tierra, casa y trabajo para todos’, como si estos activos aparecieran por ensalmo o fueran capaces de ser insuflados divinamente.
El trabajo se conquista, no se regala. Los peces no se regalan, se enseña a pescar. A la vivienda se accede por procedimientos lícitos, no ocupándola al que la ha obtenido gracias al sudor de su frente. Y la tierra no es gratuita sino del que la ha conseguido empleando todo su esfuerzo.
Todo lo que no es propiedad privada, que estimula en el que la posee el esmero y el cuidado por la misma, provoca degradación, caos, desorden y finalmente degenera en la miseria del comunismo, el régimen criminal que más hambre y pobreza ha causado en la historia de la civilización, pero del que Francisco siempre se abstiene.
Ya decía Pericles en su discurso a los atenienses por los muertos en la guerra del Peloponeso que no hay que avergonzarse de ser pobre sino de no poner a diario todos los medios posibles para evitar o abandonar esta suerte letal.
No falta en la encíclica, que es un compendio de todas las obsesiones enfermizas de Francisco, el recuerdo a los inmigrantes y a su parecer la falta de empatía hacia ellos de los países ricos -a los que acusa de perversos-, ignorando que precisamente en el primer mundo, el de los malos, los inmigrantes gozan de una discriminación positiva, ciertamente injusta, en el acceso a la educación, a la vivienda y al sostén diario, con la consecuencia cada vez más visible en todas las ciudades y pueblos de España de que se han convertido en unos sátrapas que reciben dinero masivamente sin aportar nada a cambio a la comunidad, ni a través del trabajo ni en términos de convivencia social, construyendo guetos y fomentado la discordia civil.
Francisco afirma que «el mercado, por sí mismo, no puede resolver todos los problemas, por mucho que se nos pida que creamos este dogma de fe neoliberal». ¿Pero quiénes son estos ‘neoliberales’ que creen que los mercados pueden resolver todos los problemas? Si hace tal afirmación se debe presentar evidencia para respaldarla.
Los liberales más prominentes del mundo han estado argumentando durante décadas que los mercados requieren todo tipo de hábitos morales decididamente no comerciales y requisitos institucionales y culturales para que los individuos y las empresas creen valor económico y abastezcan a las personas de los bienes y servicios que necesitan, asegura Gregg.
En la encíclica ‘Rerum Novarum’ de 1891 sobre la situación de los obreros con motivo de la revolución industrial, considerada como el texto fundacional de la doctrina social de la Iglesia -tan incomprendida y torturada por los meapilas de todos los partidos-, el Papa León XIII escribe algunas frases deliciosas: “Los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación”.
O lo siguiente: “Es mal capital suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo”. Estas aportaciones indelebles son la confirmación de que Francisco no sólo está ayuno de conocimientos económicos, sino que también deshonra el magisterio colosal de sus predecesores promoviendo una regresión doctrinal genuinamente reaccionaria.
La encíclica ‘Fratelli Tutti’ es devastadora para la Iglesia Católica -que quiere decir universal, y por tanto el mejor ejemplo de la globalización que detesta Francisco-; es nociva para el clero que la ha leído y que debe seguimiento militar al Papa, y para todos esos párrocos y sacerdotes, en fin, que hacen insoportable la Eucaristía con sus sermones primarios, llenos de lugares comunes y cargados de progresismo banal: sin duda ahora habrán visto refrendadas sus prédicas maniqueas e insidiosas, y estarán más persuadidos que nunca de que estaban en lo cierto.
Al menos el cura Eliseo, que tanto le gustaba a mi esposa y a los pesados de las guitarras, abandonó los hábitos por las mujeres, concediéndonos el beneficio impagable de no seguir escuchándolo desde el púlpito.
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