Almuerzo en la Villa
Me pasa con frecuencia que, cuando tengo una experiencia interesante, inmediatamente después me inunda el pensamiento claro y tajante de que nunca escribiré sobre ella. Esta idea, que se presenta como una verdad categórica e inamovible, se va diluyendo con las horas, los días o los años -según haya sido su intensidad- y, finalmente, no podré callar nada. A fin de cuentas, es mi vivencia y estoy en mi derecho de manejarla a mi gusto, mientras no implique a nadie más en su narración, al menos sin disfraces de por medio.
Esta semana pasada estuve invitada a un almuerzo madrileño por un individuo muy reconocido, que nunca había tratado en persona. Había hablado con él por teléfono, lo había visto en la televisión y había navegado por su manera de manejar el oficio. No voy a desvelar su identidad, al menos todavía. A estas alturas, tengo la desgracia de no saber cómo va a terminar este texto; se me van los dedos, apenas puedo controlar sus pulsaciones, así que igual más adelante decidan desvelar algún dato más sobre mi anfitrión.
Me esperaba en la puerta de la villa, algo tan inusual como delatador de sus intenciones. ¿Quién espera a su invitado de pie en la puerta de su casa? Lo normal es esperar dentro y, si es un restaurante, sentado en la mesa en la que se va a desarrollar la comida; al menos es lo que llevo experimentando toda mi vida. Pues nada de eso. Estaba fuera, en la calle. Como iba un poco desorientada, no le vi de lejos, de manera que fue sorprendente cuando, de pronto, se giró delante de mí y me dio la mano.
A continuación, entramos en la villa. Una larga escalera -quizás no tanto, pero a mí se me hizo eterna- nos invitaba a subir a la planta superior. Me dijo que pasara delante de él. Podíamos haber subido juntos, porque era generosamente amplia para ello; pero decidió analizarme bien desde el principio. Una vez arriba, nos sentamos frente a frente. Copita de manzanilla, vino tinto, sopita, cordero e infusiones: estos fueron los ingredientes que pasaron por el mantel. Igualmente, hubo perspicacia, pruebas de pensamiento, astucia, picaresca, toquecitos de soberbia y mucha admiración, por ambas partes.
El almuerzo se desarrollaba amablemente -al menos, en apariencia-. Pasaban las horas con rapidez. La cita fue a las dos de la tarde y lo que viene a continuación sucedió pasadas las cuatro, y todavía quedaba casi una hora para que camináramos juntos por la calle para tomar, ya por separado, cada uno nuestro camino de vuelta. Era un soleado lunes otoñal, que ya no olvidaré nunca, y no sólo porque lo esté dejando aquí escrito, sino por lo que viene a continuación.
Comentábamos en ese momento el tema de mi nuevo libro, que todavía está sin decidir. Él es un hombre inteligente, agudo, avispado, con un recorrido vital apasionante, que no se anda con chiquitas. Yo creo que también soy astuta, pero no tanto como él; también puedo ser muy osada, incluso me atrevo a decir que atisbo la realidad con cierta lucidez, pero todo eso queda en nada al lado del personaje que, ahora ya tengo claro, no voy a desvelar.
Como decía, estábamos razonando juntos el grado de interés de un asunto literario y, de pronto, vi cómo le cambiaba el gesto. Se puso muy serio, se inclinó sobre la mesa con decisión, mirándome fijamente, abrió los ojos de manera diferente. Salían chispas de sus pupilas. Se metió la mano en la chaqueta y sacó una pistola. Me apuntó con ella. Nadie nos veía, estábamos complemente solos. Me quedé helada por un segundo, pero enseguida exploté en una risa nerviosa, inquieta, tan angustiosa como ridícula.
Nada de aquello era una broma. Realmente, no era una pistola como ustedes imaginan. El arma que sacó de su chaqueta era un escrito, que había firmado yo dos años antes; pero él lo traía como el que lleva esposas, cinta adhesiva y granadas en su bolsillo. Somos víctimas y verdugos con una facilidad pasmosa. Sobreviví a la pistola. Debí tener mano izquierda, porque sigo viva y por eso puedo contarles esta experiencia. He tardado en digerir este almuerzo, experiencias así no se viven todos los días. Sin embargo, quiero darle las gracias a mi anfitrión, porque me dio una lección y porque, a pesar de todo, me cayó muy bien y me pareció una buena persona.
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