`
Economía
opinión

Make America Great Again… With Debt!

«El Estado es inherentemente la negación de la libertad individual. No puede ser reformado. Sólo puede ser reducido a su mínima expresión», Murray Rothbard.

El pasado 4 de julio, mientras Estados Unidos celebraba su independencia, el Congreso aprobaba la llamada The one Big Beautiful Bill, una mastodóntica ley presupuestaria que, lejos de reforzar los ideales de libertad, propiedad y responsabilidad individual, entierra aún más el futuro económico del país bajo la alfombra del cortoplacismo político y la ficción financiera.

Aplaudida tanto por progresistas como por supuestos liberales, esta ley es una traición a los principios del libre mercado. Bajo el disfraz de dinamizar la economía, perpetúa subyace el intervencionismo, la dependencia estatal y el endeudamiento masivo. Es una muestra más del viraje de Occidente hacia un modelo que desprecia el ahorro, castiga al inversor prudente y premia la irresponsabilidad fiscal.

Desde una óptica libertaria, no hay error más evidente que considerar la deuda pública como una herramienta válida para evitar una recesión. Esta idea, hija bastarda del keynesianismo más rancio, ha calado incluso entre quienes se autoproclaman defensores del capitalismo. Pero el endeudamiento estatal no es neutral: traslada los costes del despilfarro político a las generaciones futuras, distorsiona los precios del capital y anula los incentivos al ahorro.

Y es que el déficit público no es más que una forma de expolio diferido. La The One Big Beautiful Bill pone en bandeja miles de millones a costa de aumentar una deuda ya insostenible. Lejos de dinamizar la economía real, alimenta la burbuja especulativa y la ilusión monetaria. No se trata de una inversión en el futuro, sino de una estafa intergeneracional.

Bajo mi punto de vista, el debate no está en cómo financiar el Estado —si con impuestos o deuda—, sino en reducirlo a su mínima expresión. El problema no es cómo se gestiona el Leviatán, sino su propia existencia sobredimensionada. No queremos un Estado que recaude mejor o gaste con más eficiencia. Queremos un Estado que no interfiera en lo que no le compete: la iniciativa privada, la competencia, el mercado laboral, el ahorro o la moneda.

La respuesta ante una recesión no es gastar más, sino permitir la reestructuración libre del mercado. Es en la libertad donde se sanea la economía. Si una empresa no es viable, debe quebrar. Si un proyecto no es rentable, no debe financiarse. Lo contrario es corrupción económica y moral. Este mismo principio aplica con fuerza en España. Aquí no hay The One Big Beautiful Bill, pero sí un ¡Big Horrible Estado! El problema de la corrupción política no es de partidos, es de sistema. Y se debe al estatismo desmedido que todo lo abarca y todo lo infecta.

La regeneración democrática no consiste en sustituir a un partido por otro dentro del bipartidismo. Eso es maquillaje institucional. Regenerar la democracia es desmontar las bases del poder político corrupto. Cuando el Estado acumula poder, lo normaliza y lo distribuye mediante favores, subvenciones y regulación arbitraria, el mercado deja de funcionar, y los incentivos se pervierten. La corrupción es hija del intervencionismo, no de la política en sí.

Como si no bastara con la ley fiscal aprobada, ahora emerge el peligro de colocar al frente de la Reserva Federal a alguien como Scott Bessent, gestor de hedge funds y defensor de políticas monetarias no convencionales. Un aparente hombre de mercado que, en realidad, representa los intereses del capital especulativo institucionalizado. Poner a un financiero intervencionista a los mandos de la política monetaria es como dejar que un pirómano gestione un parque natural. Bajo su liderazgo, podemos esperar más tipos artificialmente bajos, más inyecciones de liquidez, más expansión del balance… y más distorsiones económicas. ¡Un clarísimo error!

Los inversores queremos oportunidades reales, no dopaje financiero. Queremos proyectos viables, retorno sostenible, riesgo asumido con responsabilidad. Pero si nos dan barra libre de crédito, especulación y dinero fácil, jugaremos la partida. Eso sí: que no nos culpen luego del incendio que ellos han provocado. Lo más preocupante es que muchos de estos errores se cometen desde partidos que se autodefinen como libertarios o defensores del libre mercado.

Son falsos profetas de la libertad. Dicen rechazar los impuestos, pero abrazan el déficit. Critican la inflación, pero aplauden la expansión monetaria. Hablan de disciplina fiscal, pero se rinden a las presiones del ciclo electoral. Alemania ha renunciado a la disciplina presupuestaria. Estados Unidos, bajo la retórica populista de Trump, camina en la misma dirección. La derecha ha dejado de ser el dique contra el socialismo económico. Ahora compite por ver quién reparte más favores, quién subvenciona más industrias, quién manipula mejor los tipos de interés. Es el intervencionismo más peligroso: el de quienes se disfrazan de libertarios mientras dinamitan los cimientos del mercado.

La solución está en volver a los principios. A la ética de la propiedad privada, la libertad de precios, el respeto al contrato privado y la responsabilidad individual. Necesitamos trabajo, inversión y ahorro, no ilusión monetaria ni deuda pública. Si quieren dinamizar la economía, que la liberen. Si quieren fomentar el crecimiento, que dejen de regularlo todo. Y si quieren ayudar al ciudadano, que lo dejen producir sin miedo ni confiscación.

La The One Big Beautiful Bill no es bella. Es grotesca. Y si no frenamos esta deriva, el futuro será un espejismo financiero en ruinas. No queremos más mercado manipulado. Queremos más libertad, menos Estado y ningún falso libertario al mando del sistema.

Gisela TurazziniBlackbird Bank Founder CEO.