La reverencia del Coloso
Su presencia en carrera no era la misma, consciente de que los gregarios de lujo con los que cuenta Jonas Vingegaard le llevarían en carroza hasta el lugar decidido por el danés para asestar un nuevo golpe, que bien podría ser letal para los intereses de Tadej Pogacar. La guardia pretoriana de Vingegaard impone respeto. Sepp Kuss y Wout Van Aert mantienen un ritmo constante e implacable en el ascenso al mítico Tourmalet.
Cuántas historias retienen los recodos y rectas de este santuario del ciclismo. Una cumbre estrechamente vinculada al Tour. Un lugar que alcanza lo sagrado cuando se reescribe la historia que edificaron leyendas como Coppi, Bahamontes, Merckx e Indurain. Allí empezó todo. También la historia del Tour con el conocido mensaje de Henri Desgrange confirmando que el paso hasta la cima era transitable. Para muchos ciclistas representó la gloria; para una multitud, el principio del olvido. La cota que engulló todos los sueños.
En esta ocasión, el rol del Tourmalet será selectivo. Sobrevivir a la velocidad de un tren cabecero comandado por Vingegaard y sus correligionarios. El líder aguanta el ritmo. Hindley tira de cadencia sin éxito, hasta perder metros insalvables previos a coronar. Solo se mantiene vivo Pogacar. Que nadie le dé por muerto. Cede por completo el protagonismo a su rival, que se mantiene bien pertrechado por un Van Aert convertido en una exhalación en el descenso al valle pirenaico.
El latigazo de Pogacar
La selección ha hecho efecto. Pogacar y Vingegaard se quedan solos. Van Aert, pletórico, se desfonda con la misión cumplida. Un aficionado le tiene que ayudar a mantener el equilibrio sobre la bicicleta. Dos hombres y un destino. Se intercambian los papeles. La lección del Granon ha merodeado toda la jornada por la mente de Pogacar. Los intentos de Vingegaard no obtienen el rédito del Marie Blanque. La atmosfera se carga de emociones.
En apariencia, Pogacar parece tenso. Su esfuerzo se refleja en un maillot abierto por el calor. Parece acusarlo. Sus manos agarran el manillar con más fuerza de lo normal. Sin embargo, el esloveno es la ambición encarnada. Su demarraje no obtiene respuesta por parte del danés. Le arranca unos segundos con un latigazo y tirando de “huevos”, en palabras de Pogacar. Su reverencia es de respeto y admiración. Saborea el triunfo más dulce mientras su rival se viste de amarillo. El Tour se nos ha puesto precioso.
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