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España y sus enemigos

Cuando España era un imperio tuvimos siempre al inglés como enemigo acérrimo, empeñado en debilitarnos y arrebatarnos cualquier atisbo de influencia global. Inglaterra dedicó siglos enteros a socavar la posición española mediante guerras, conspiraciones diplomáticas, ataques comerciales y operaciones encubiertas. Lo que muchos aún hoy se niegan a admitir es que los famosos libertadores del virreinato americano no fueron más que peones financiados y alentados por Londres, que veía en la fractura del mundo hispánico la oportunidad perfecta para conquistar mercados, recursos y posiciones estratégicas. Aquellos líderes que la historia quiso presentar como héroes liberalizadores fueron, en realidad, traidores al servicio de una potencia extranjera.

Han pasado muchos siglos y, sin embargo, España sigue arrastrando la presencia constante de enemigos determinados a impedir que vuelva a ser una nación poderosa, influyente y coherente consigo misma. La historia se repite con nuevos protagonistas, pero con la misma estrategia: debilitar nuestra unidad, fracturar nuestra soberanía y condicionar nuestra capacidad para ocupar el lugar que nos corresponde en el escenario internacional.

Un ejemplo claro se vio durante el Gobierno de José María Aznar. Su alineamiento con Estados Unidos e Inglaterra ante la guerra de Irak fue una maniobra geoestratégica brillante, valiente y certera. Por primera vez en mucho tiempo, España dejó de ser un actor secundario y se situó en el centro de las grandes decisiones globales. Aquella postura devolvía a España un papel de primer orden en la política internacional, fortalecía nuestra relación con las democracias occidentales y nos insertaba en una estrategia global que podía proyectarnos durante décadas.

Y, de repente, sobrevino el atentado del 11-M. Por mucho juicio celebrado, por mucho que exista una sentencia cerrada, las sombras sobre su autoría siguen rotundamente vigentes. Las incoherencias, los vacíos, las piezas que nunca encajan y los intereses cruzados mantienen vivo el debate sobre qué fuerzas pudieron tener interés en modificar el rumbo político de España a través de un golpe brutal al corazón del Estado. Lo que sí es irrefutable es que la retirada inmediata de Irak, ordenada por un Zapatero nefasto y traidor, no evitó que España siguiera siendo objetivo del terror islamista: el atentado yihadista de Barcelona es la prueba más clara de que arrodillarse nunca compra paz.

Tras una lucha exhaustiva contra el terrorismo de ETA, cuando el sacrificio de miles de servidores públicos y ciudadanos anónimos había logrado arrinconar definitivamente a la banda, llegó desde Bruselas un jarro de agua fría: la doctrina Parot. Una reinterpretación judicial impulsada desde Europa que, lejos de garantizar justicia, acabó beneficiando a terroristas sanguinarios y humillando a las víctimas. De nuevo, una intervención externa condicionaba la soberanía judicial española en asuntos que afectan directamente a nuestra seguridad y a nuestra dignidad nacional.

Y así llegamos a la actualidad. Hoy vivimos un momento decisivo para España con la resolución de la justicia europea sobre la amnistía a los nacionalistas catalanes, los mismos que protagonizaron un golpe de Estado en Cataluña destinado a fracturar España desde dentro. Resulta llamativo -por no decir evidente- que Carles Puigdemont resida precisamente en Bruselas, capital desde la que han nacido innumerables acciones, decisiones y maniobras que han perjudicado la defensa jurídica del Estado español.

Desde Bruselas se ha retrasado y obstaculizado la extradición del prófugo, se ha protegido su figura política y se ha permitido que el líder de un golpe institucional actúe con total impunidad mientras condiciona la gobernabilidad en España desde la distancia. Ahora, un dictamen del Abogado General de la Unión Europea vuelve a mostrar una preocupación sospechosamente selectiva, llena de planteamientos contradictorios que desprenden un tufo asquerosamente condescendiente con Puigdemont y con todo el procés. Una condescendencia que insulta a los españoles que creen en la igualdad ante la ley y que ven cómo se intenta legitimar un ataque directo al orden constitucional.

La historia demuestra que los enemigos de España no desaparecen: mutan. Antes eran imperios rivales, ahora son instituciones, lobbies, intereses económicos, ideologías disgregadoras y élites internas entregadas a su propio beneficio. A lo largo de los siglos, la estrategia ha sido siempre la misma: impedir que España consolide una posición fuerte, estable y unida. Debilitar su soberanía, avivar sus fracturas internas, promover privilegios territoriales que destruyan la igualdad y favorecer a quienes buscan desmontar el Estado desde dentro.

Pero también es cierto que, a pesar de todos los enemigos externos e internos, España siempre ha resistido. Resistió guerras, invasiones, traiciones, terrorismo y golpes políticos. Y hoy vuelve a hacerlo, aunque la batalla sea más compleja y se libre en despachos, comisiones y tribunales que muchas veces están fuera de nuestras fronteras.

España no puede seguir tolerando esta cadena interminable de manipulaciones, interferencias y traiciones. No podemos aceptar que desde fuera -y desde dentro- se pisotee nuestra soberanía, se humille nuestra justicia y se premie al que rompe la ley. No podemos resignarnos a que Europa juegue con nuestra dignidad mientras una clase política entregada actúa como si defender a España fuese un estorbo.

Ya basta. Basta de concesiones. Basta de complejos. Basta de mirar hacia otro lado mientras se negocia la igualdad de los españoles en despachos oscuros. Basta de permitir que los enemigos de siempre -los que ayer nos querían débiles y los que hoy nos quieren arrodillados- actúen sin oposición.

España merece respeto. España merece justicia. España merece un Gobierno y unas instituciones que no se arrastren ante quienes pretenden destruirla. La basura política, jurídica y moral que hoy intenta imponerse sobre nuestra nación debe ser denunciada con todas las letras. Y debe ser combatida sin miedo, sin silencios y sin concesiones.

Porque si algo enseña nuestra historia es que España sólo cae cuando sus hijos se rinden. Y, esta vez, no nos vamos a rendir.