Adiós a Margarita Argüelles, condesa viuda de Fontanar
Valldemossa despide a una de sus damas más queridas y elegantes. Margarita Argüelles, condesa viuda de Fontanar, hija de la primera embajadora de España, ha fallecido rodeada del cariño de los suyos y dejando tras de sí el inconfundible perfume de las vidas bien vividas.
Madre de cuatro hijos, dos varones y dos mujeres, Paco, Juan, Clara e Inés. Enviudó joven y llevó con serenidad las luces y las sombras que la vida dispuso en su camino. La muerte de su hijo primogénito, Paco Carvajal y Argüelles, conde de Fontanar y artista del óleo de mano magistral, que brilló sobre todo en el retrato, la marcó profundamente.
Quienes asistimos a su despedida en la Cartuja de Valldemossa recordamos un instante imborrable: en la celda que Paco había convertido en su casa, le vimos como a él le habría gustado, en su comedor, Marga salió un momento y, desde muy lejos, se escuchó un grito espantoso, un lamento de madre irreparable. Pocos segundos después, recuperó la serenidad que la distinguía, como si la fortaleza innata de su linaje acudiera en su auxilio.
Dueña de una gracia discreta, Margarita encarnaba el raro arte de estar en el mundo sin estridencias y de hacer de cada encuentro una celebración de la amistad. La recordaremos por su hospitalidad generosa, por su fe en la tradición, sin renunciar jamás a la modernidad, y por esa serenidad que sólo poseen quienes saben que la verdadera grandeza se mide en gestos pequeños.
Hoy, sus hijos, nietos y amigos lloran su ausencia, mientras la sociedad de medio mundo y quienes tuvieron el privilegio de tratarla la despiden con respeto y gratitud. Nunca olvidaremos su cumpleaños en Baltanás, ni las cacerías que atendió sin parecerse a nadie.
Se apaga una luz, pero su estela permanecerá encendida, como un faro de elegancia y afecto en la memoria de todos. Y quizá, si uno afina el oído en las noches tranquilas de Valldemossa, aún pueda escuchar la risa suave de Marga, mezclada con el rumor de su arte.
Margarita Argüelles era una mujer insólita, que toda la vida jugó -sin mucho éxito- a ser normal. Su buen gusto es legendario, todo lo que tocaba adquiría con ella un nuevo y relajado encanto. Supo crear un microcosmos mágico de casas y cosas, recetas y jardines, atemporal y elegantemente excéntrico. Margarita pintó toda la vida, retrataba con habilidad y gracia lo que veía a su alrededor, gente, bodegones, flores, salones, paisajes… y lo hacía bien.
Se va ligera y con la espalda recta, sin apoyarse jamás en el respaldo de la silla. Y la recuerdo hoy tan niña como la última vez que la vi en casa de sus hijos Juan y Adela. Era pura felicidad y así debemos recordarla.
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