Pinganillos, patrias y pamplinas
Por un momento, pensé que estábamos en un episodio tardío de Esperpento nacional, esa tragicomedia continua que Valle-Inclán no habría podido escribir mejor, por más que viviera dos vidas. Pero no: era simplemente otro día en el Congreso de los Diputados o una reunión de la Conferencia de Presidentes donde ya no se habla —se susurra al pinganillo.
Esta semana, Isabel Díaz Ayuso, en un gesto más cercano a Baroja que a un community manager, ha dicho: no pienso usar pinganillo alguno. Como si aún se pudiera hablar alto y claro sin ser acusado de algo. Bien por ella. A lo mejor todavía queda alguien que entiende lo que significa tener principios sin traducción simultánea.
Porque sí, hay que decirlo: el español, esa lengua compartida por más de 600 millones de personas en el mundo, es hoy rehén de un teatrillo parlamentario de saldo. Sánchez, que nunca ha sido un lector de Unamuno (ni de nadie que no le vote), ha decidido que nuestra lengua común estorba. Le incomoda. Le pesa. Y no porque no la use, sino porque la usa cualquiera, incluso quien no le sirve políticamente.
Así que, para seguir en su trono de cristal —apuntalado por independentistas que lo desprecian mientras le exprimen—, decidió en la necesidad de otro apoyo parlamentario, convertir el Congreso en un aquelarre políglota con traductores oficiales, auriculares y miles de euros tirados por el desagüe. Como si aquí sobrara el dinero y faltara el ruido.
Lo dicen algunas asociaciones de traductores: no hay nada como forzar el multilingüismo para convertir la democracia en una charada. Juan Ramón Jiménez, que amaba las palabras como quien ama la patria —con pudor y belleza—, se revolvería al ver esta feria idiomática vendida como pluralismo. No se defiende una lengua imponiendo a todos escucharla, sino cultivándola, enseñándola, amándola.
Pero claro, ¿qué sabe de amor una política construida en chantajes? Lo único que Sánchez parece amar es su silla. Y para mantenerla, está dispuesto a conceder lo que ni Companys soñó: que la Cámara Baja del Estado español renuncie de facto a su idioma común, ese que nos permite entendernos en Sevilla, en Lugo, en Zaragoza, León o en La Habana.
No, esto no va de proteger el gallego, el euskera o el catalán, que son tesoros culturales dignos de respeto y promoción. Esto va de convertir lo común en enemigo, de desgajar lo compartido para alimentar a quien nunca ha querido formar parte de nada. Y todo, claro, con el dinero de todos. Porque el show parlamentario de pinganillos cuesta varios miles al año. O, dicho de otro modo, el precio a pagar cuando uno está dispuesto a todo por un puñado de votos.
Uno recuerda entonces a Machado: Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios… una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Hoy no son dos: son muchas, fragmentadas, solapadas, dispuestas a no entenderse salvo mediante intérprete. La patria ya no se rompe con un grito, sino con una traducción oficial.
¿Quién defiende hoy el español como lengua común? ¿Quién, en serio, se atreve a levantar la voz sin pedir permiso? Ayuso lo ha hecho por convicción, no irá a una Conferencia de Presidentes para ponerse el pinganillo. Parece absurdo que se deban utilizar para entenderse cuatro españoles que su deber es ese, entenderse en la legua de todos. Y es que, en este país cada vez más quieto y callado, toda palabra dicha sin subtítulos es un acto de rebeldía.
El problema no es el pinganillo. Es lo que simboliza. Una rendición sin pólvora, una cesión disfrazada de respeto, un precio que pagamos todos por una idea que no nos pertenece. Porque el español, guste o no, es de todos. Hasta de aquellos que lo niegan con fervor mientras lo usan para entender al resto del mundo.
Y mientras tanto, Europa —esa a la que Sánchez mendiga con flores la inclusión del catalán como lengua oficial— le responde con silencio diplomático. Porque hasta allí saben lo que aquí se niega: que quien renuncia a su idioma común ya ha empezado a renunciar a su país.
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