Opinión

Un virus para la posverdad (III)

La semana pasada cerraba mi nota con tonos bélicos, recordando que la Gran Guerra (1914-1918) supuso el final de un mundo, el largo siglo decimonónico. Hoy, la vuelta al planeta Tierra del COVID-19 podría tener las consecuencias culturales de un conflicto mundial, pues ya intuimos que, tras su paso, nuestras sociedades no serán las de antes, aunque el ‘antes’ se sitúe solo dos o tres meses en el calendario finado. Dicen las almas agoreras que experimentaremos una especie de posguerra. Sobre ello, una puntualización: se habla muchas veces de las posguerras (la nuestra de los años cuarenta, por ejemplo) como periodos durísimos. Sí, durísimos, pero ¿comparados con qué? ¿con las anteriores bombas, masacres y campos de batalla? Bien, advirtamos el pasado para el futuro, si es que de algo pudiera servir a alguien, además de asustarnos todos.

El apocalipsis ya está aquí (en realidad nunca se fue, pero la tesitura le brinda una magnífica ocasión para publicitarse), y nos coge encerrados en el domicilio, donde las ideas y los temores tienen poca posibilidad de airearse. Gracias a las redes, que lo es todo en un mundo de posverdad, los bulos, las tergiversaciones y los chistes más o menos malos, más o menos realistas, se transmiten de un modo abultado. El mecanismo de este nuevo mundo que ya no es el posmoderno sino el postruista, según las tesis de Ferraris que aquí seguimos, es fácil: las redes sociales convierten al receptor de ‘noticias’ en productor y transmisor. Todos podemos expresar nuestra opinión, aunque no sea razonable, aunque sea una imbecilidad, con el perjuicio de que, además, tal opinión puede tener éxito.

Pero el poder conserva su espíritu, mayormente dedicado a la propia supervivencia. Gozamos de un Gobierno que disimula su incompetencia con propaganda populista. Cada mala noticia deriva de aquella torpeza. Y Sánchez intenta mitigarlas con charlas sentimentales en televisión y turnos de preguntas de estilo régimen autoritario (periodismo gregario). Por su parte, Iglesias sigue como un postruista ad hoc, paladín de la posverdad. Así, sale de su ministerio simbólico y ordenancista una idea tan vieja como diseñada para la actual ocasión: los empresarios son malos, se aprovechan del pobre trabajador. De tal manera, allana el terreno con demagogia para una posterior acción, la de la marginación del eterno enemigo de la izquierda, el cruel patrono. Quizás la renovación de un discurso populista rancio encuentre fortuna, pues el terreno está, ideológicamente, bastante llano desde 2008, merced a una incesante campaña mediática, y a pesar de cierta opinión crítica publicada (menos poderosa e influyente). Hay unos cuantos millones de españoles extraños a la crítica ilustrada, fenómeno que Ferraris explica así: “Ajeno a toda cautela crítica, impermeable a cualquier desmentido, el postruista verá en las voces disidentes los hilos de una telaraña universal, de una maniobra organizada por poderes fuertes, aristocracias intelectuales.”

Como es público y notorio, el fin de semana, con nocturnidad, el Gobierno siguió la senda de hundir la economía y flirtear con la inseguridad jurídica, sin consultar a nadie (ni a empresarios, ni a la oposición, ni a Europa). Las formas del gabinete son, por tanto, del secular y muy castizo ordeno y mando. En cuanto al fondo, resulta preocupante evocar la conocida erótica del poderoso que avanza en su particular control de los gobernados, al fin súbditos y no ciudadanos. En cualquier caso, quiero finalizar esta nota semanal, querido lector, con esperanza reformadora y plausible optimismo. Estando el país en confinamiento y los españoles con mucho tiempo a su disposición, exorcicemos las sombras que se ciernen sobre la nación y alberguemos una posible ganancia: lo dejó escrito Samuel Johnson, “todo progreso intelectual deriva del ocio”.