¿Políticas de inclusión o imperio de la Ley?
No es antagónico, pero a la izquierda se la bufa lo segundo. No sé si se han enterado (yo no lo he leído en la prensa nacional ni lo he visto en televisión), pero Suecia ha tenido que movilizar al ejército para hacer frente a una ola de violencia pandillera que ha sacudido los cimientos de un país otrora ejemplo de paz y tranquilidad. Incluso de un bendito aburrimiento que sólo rompían los retorcidos escritores de novela negra. Este mes de septiembre hubo un récord de muertes por disparos desde que decidieron registrarlos en 2016. No sólo disparos, una persona murió también tras la explosión de una bomba.
Olof Palme, en febrero de 1986, fue asesinado mientras regresaba caminando con su mujer del cine a su casa. Un hombre se acercó a ellos y le disparó a quemarropa, muriendo a los pocos minutos. Un crimen no resuelto donde se barajaron desde grupos ultraderechistas suecos, una rama del PKK kurdo o los servicios secretos sudafricanos del apartheid, hasta a extremistas chilenos de ultraderecha y a la Baader-Meinhof. La única persona condenada fue liberada por el Tribunal Supremo sueco por falta de pruebas. Ahora el exotismo de los presuntos criminales viene desde dentro: se sospecha de una banda criminal formada por «nuevos» suecos denominada Foxtrot. La legislación sueca contempla que los militares refuercen a la policía en caso de atentado terrorista o de guerra. Pero está sobre la mesa una posible reforma legal porque las normas actuales, como afirma el Primer Ministro sueco Ulf Kristersson, «no están diseñadas para guerras de pandillas y niños soldados» (la policía encontró el cadáver de un chico de 14 años en una zona boscosa en el sur de Estocolmo. Y dos semanas más tarde hallaron muerto a otro joven de la misma edad también en un área forestal cerca de la capital sueca). También dijo que había recibido ofertas de ayuda de toda la región nórdica, pues sus homólogos de Noruega, Finlandia y Dinamarca no querían que «la delincuencia de bandas sueca se afianzara» en sus países.
Casi nada. Este pasado mayo, la policía de Oakland arrestó a nueve adolescentes por casi tres docenas de robos con gran violencia contra las personas. Se unía a una ya declarada explosión del crimen que ha trastornado a los ultra progreístas residentes de Oakland, que votaron por un alcalde que había pedido anteriormente que se retiraran los fondos a la policía (ya saben, eso tan guay de «menos policía»). Que a los pocos días fueran puestos los criminales en libertad sin cargos llevó a pensar a más de uno que hubo más preocupación por ellos que justicia para las víctimas.
En Cataluña también se sienten los efectos de esas políticas mucho más comprensivas con el delito que con los agentes que han de poner orden y seguridad en las calles. De hecho, es más que posible que los vándalos que ejercieron el terror durante la época del procés y los dos años siguientes (y cinco y todo, hace como quien dice dos días aún se cortaba monótonamente la Meridiana sin consecuencias) sean amnistiados dejando en el aire las causas abiertas a las pocas fuerzas de seguridad que les hicieron frente. Es en ese clima de impunidad que ha crecido la ola de actos violentos y de saqueos en las calles de Vic, Manresa, Vilafranca del Penedés, Molins de Rei o los altercados en Barcelona por la Mercè. Hasta esos socialistas que igual dicen una cosa que la contraria se han visto obligados a afrontar la situación. Salvador Illa registrará una petición para celebrar un pleno monográfico sobre seguridad en el Parlament. El conseller de Interior, Joan Ignasi Elena, compadeció a los violentos por factores como su educación, «el desarraigo o la desafección». Pero Salvador Illa, que va a apoyar la amnistía, el referéndum y lo que le eche Sánchez, le ha reprochado que en el Parlament «se ha hablado más de cómo controlar a la policía» que de los problemas de seguridad.
Tenemos lo que la mayoría de catalanes ha votado. Y, como siempre, el
nacionalprogreísmo no arreglará nada en Cataluña.