Opinión

Poder adquisitivo, esfuerzo y calidad de vida

Sin duda alguna, tanto desde el punto de vista individual como desde el de una sociedad, no hay mejor inversión que la que se hace en educación, pues mejorar la formación de los estudiantes es la base de una mayor capacitación de los mismos, que permitirá contar con mejores profesionales en el medio plazo y, así, incrementar la prosperidad. La educación es la economía de mañana, y la primera se reflejará en la segunda, para bien o para mal.

Esa inversión en educación tiene que sostenerse en, al menos, tres pilares: importante financiación a los buenos estudiantes sin recursos, inculcar la máxima de que no hay éxito sin esfuerzo y sacrificio, y grabar en los estudiantes una forma de proceder que se base en el honor y el respeto.
Pues bien, la política educativa del Gobierno de la nación no respeta ninguno de estos tres principios, ni en la parte no universitaria ni en la universitaria; al contrario, los destierra y sustituye por postulados antagónicos.

Durante casi veinte años, se ha introducido a los jóvenes en una burbuja donde el esfuerzo no se premia y no se fomenta el espíritu de sacrificio como necesario para conseguir los objetivos que uno se marque. Se les ha bombardeado con las ideas de que tienen derecho a todo y de que se lo merecen por ser ellos mismos, y cuando se han enfrentado a la realidad, fuera de la burbuja, han visto que las cosas son bien distintas. Se quejan de que económicamente están peor de lo que estaban sus padres y sus abuelos, pero se olvidan del esfuerzo que aquellos tuvieron que hacer para conseguir todo lo que consiguieron y les brindaron en bandeja.

De todos los efectos dañinos de la política económica de Zapatero en su mandato, quizás la más grave a largo plazo sea el haber convencido a una generación o dos de jóvenes de que no merece la pena esforzarse, trabajar y sacrificarse para conseguir sus objetivos. Ante eso, muchos jóvenes, no todos, sólo quieren contar con derechos, pero no con obligaciones, y eso es el camino más rápido hacia el empobrecimiento particular de ellos y a su pérdida de poder adquisitivo y de oportunidades para prosperar, pero también del empobrecimiento de la sociedad.

Hace unos días, mientras andaba por el campus de la universidad, dos jóvenes iban hablando en voz alta, de manera que, sin pretenderlo, oí su conversación durante el tramo hasta el aula. Una le decía a la otra que un profesor exigía que cogiesen apuntes en clase, cosa que ella consideraba un fastidio. Pues bien, le dijo a su compañera que había pedido hora con el psiquiatra para tratar de que le diagnosticase un TDA y, de conseguirlo, iría con el informe al profesor y le diría: «Ahora vas a tener que darme los apuntes tú».

Si realmente sufre esa afección, nadie le va a poner trabas y se le van a dar todo tipo de facilidades, faltaría más, pero si no lo es y trata de engañar a un especialista para que realice un diagnóstico equivocado, como parecía desprenderse de su comentario, el efecto es brutal: simulación de una enfermedad frente a las personas que realmente sí que la padecen; engaño, que es mala manera de conducirse en la vida; falta de respeto a un profesor en la forma en la que aseguraba que se dirigiría a él. Todo ello, les resta posibilidades a la hora de desarrollarse mejor en el mundo laboral, de conseguir mejores empleos, de prosperar y, con su prosperidad, la de la sociedad. Cuando se alejaban, me dieron pena, porque la pérdida del espíritu de sacrificio, las condenará, probablemente, a estrecheces económicas.

Pocos días después, en un restaurante oí a otro grupo de jóvenes, algo más mayores, que su objetivo en la vida era trabajar poco, cobrar mucho y vivir bien, es decir, según ellos, calidad de vida. De nuevo, el empobrecimiento social como economía afloraba, pues no eran conscientes de que el dinero no crece en los árboles, de que su salario sale del valor que generen con su trabajo, que ha de ser lo suficientemente alto para cubrir los costes laborales más el margen empresarial, y que de seguir con esa actitud tendrán una calidad de vida pasajera, lo que dure el tiempo en el que su única responsabilidad sea ir al trabajo y después divertirse, pues cuando quieran formar una familia o, simplemente, tratar de independizarse de manera estable, verán que su poder adquisitivo es bajo y se frustrarán.

Esto es fruto de una ideología que empobrece a la sociedad y a la economía: hace alrededor de veinte años, quizás alguno más, que a los jóvenes españoles se les introdujo en una burbuja de fantasía, donde se les venía decir, a través de las múltiples series de televisión y de los cambios sociales en muchos comportamientos, que todo lo tenían al alcance de la mano y que tampoco iban a tener que trabajar mucho para lograrlo. Les introdujeron en sus cabezas la idea de que la vida está para disfrutarla, pero que para lograrlo no hacía falta trabajar mucho, sino viajar cada fin de semana, cada puente, cada período de vacaciones; salir constantemente. En definitiva, vivir como si no hubiese mañana.

Esa cultura contraria al esfuerzo, al sacrificio, tuvo su mayor carga de profundidad en la relajación de la exigencia educativa, donde se podía pasar de curso en el colegio o instituto con asignaturas suspensas; donde se rebajaron los temarios; donde se impulsó una educación que tratase más de ser un juego que una disciplina de aprendizaje.

Y, ahora, todo ello, se traduce en que no están preparados ni conocen bien el espíritu de sacrificio, no porque valgan menos, ya que muchos de ellos seguro que podrían destacar enormemente, sino porque, pese a que se repita que son la generación mejor preparada, no es verdad: su preparación es escasa académicamente, porque el nivel se relajó mucho, y su capacidad de sufrimiento y de esforzarse está limitada, porque durante muchos años la sociedad les ha bombardeado con un mensaje en sentido contrario.

Esta situación tiene remedio, pero, para ello, los jóvenes tienen que mirarse en el espejo de sus padres y abuelos: no han tenido nada regalado, sino que, poco a poco, gracias a trabajar mucho, muchísimo, fueron formando familias a las que cada vez pudieron dar un mejor nivel de vida. No nacieron con todo su patrimonio formado, como norma general, sino que fueron progresando gracias a su esfuerzo, a su espíritu de sacrificio, a su incansable trabajo. Sus padres y abuelos no viajaban constantemente, y primaban el ahorro frente al consumo para poder destinarlo a otros bienes, una vivienda en muchos casos.

Por ello, los jóvenes pueden mejorar su situación formándose todavía más; trabajando hasta la extenuación en su profesión, para poder aprender y crecer profesionalmente; esforzándose al máximo. Pueden mejorar, asumiendo que no pueden tener todo, y que tienen que priorizar, y que para adquirir una vivienda tendrán que renunciar a muchas cosas, como coche, vacaciones, viajes o comer y cenar en restaurantes, como hicieron, en muchos casos, sus padres y abuelos. Las cosas no se regalan y ellos han tenido, en general, esa sensación durante muchos años. No es culpa suya, sino de la sociedad que los ha envuelto, pero pueden ponerle remedio si abrazan esa cultura del esfuerzo, del sacrificio y de la entrega que las políticas de Zapatero comenzaron a hacer desaparecer en España. Si así lo hacen, conseguirán progresar y, con ellos, toda la economía española. Sólo con la recuperación de ese espíritu de sacrificio, con el esfuerzo, la economía prosperará y los jóvenes, con ella. Si no, la economía seguirá siendo languideciente y los jóvenes cada vez se empobrecerán más, aunque piensen que trabajando poco pueden tener calidad de vida, cuando sólo se empobrecen cada vez más.