El nazi que hay en ti
Odiar a los que odian (¡toda una ridiculez filosófica!) es tentador, incluso totalmente natural, pero así no se mejora su actitud ni la situación de ningún odiado, ni se atempera a los odiadores, ni, por supuesto, así se asegura ni se eleva la calidad de vida ni la convivencia de una comunidad, ni de un país, ni del mundo, sino todo lo contrario.
La única forma de enseñar compasión a quien no la conoce es ofreciendo compasión, la única manera de enseñar amor y humor a alguien es teniéndolo. Para acabar con el fanatismo primero hay que encontrar al fanático que todos llevamos dentro de nosotros mismos, esta vez sin piedad, sin contemplaciones. Con radicalismo.
En serio. Imaginen que en vez de echar balones fuera y tirar de la cólera, la indignación, el narcisismo compensatorio y la superioridad moral (también compensatoria) desorganizadamente, cada uno de nosotros colgara en su muro de Instagram, en su estado de WhatsApp, en sus balcones, los que los tengan, los aspectos intimísimos, biográficos, afectivos que realmente nos han dañado y mortificado en la vida, aquellos hechos que duelen aún desde su escondrijo… Imaginen una gran terapia transversal, como una hoguera, como una catarsis… ¡Arte moderno!
Lo digo porque me maravilla antropológica, social y psicológicamente lo demócratas que son algunos al mismo tiempo que revientan de cólera, resentimiento y furor hacia los que no piensan igual. Y esos enfados desorejados, histriónicos que se generan por todas partes hasta el desnudo integral de la conciencia de sus protagonistas, pasando por el insulto, la injuria. ¿Llegarían a la violencia física si pudieran? Imagino que sí.
Y luego, es que una se pone a mirar al patio español, tal como está, e impresiona que la política y la economía sean tan troncales en la estabilidad y el estado de ánimo de muchos individuos, sin haber experimentado nunca una hambruna o una guerra, que es de donde la gente sale con ese tipo de traumas, fanatismos, radicalismos, intransigencias, obstinaciones, etc. Y es normal…
Examinemos nuestra rabia, hay que sospechar de uno mismo, donde el acto de mayor ingenuidad intelectual y moral es, por supuesto, no hacerlo, dado que la rabia es traicionera y generalmente no procede de donde uno cree.
A la rabia hay que conocerla, como el que tiene un Staffordshire bull terrier, y domesticarla para que se atempere y no se arroje contra los demás.
Por otra parte, nadie se mete en un grupo extremista porque haya nacido con odio en sus entrañas o en su psique, sino que, como siempre que uno se introduce en un colectivo, lo que busca es aceptación, atención y, lo sepa o no, cariño.
La voluntad consiste en poder decidir en cada momento si activamos nuestro Marco Aurelio o nuestro autócrata interno… Esa mentalidad reduccionista e infantil del «nosotros contra ellos» que ha costado la vida a tantas personas en la historia.
La madurez consiste en no creerse el «bueno» de la película y conocer que la ira nos enfrenta al idiota que todos llevamos dentro, nuestra capacidad destructiva.
Y la duda nos permite aproximarnos a nuestra potencia inteligente.
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