Opinión

La idiocia del género tonto

Se confirma. Nos hemos vuelto definitiva e irremediablemente imbéciles. Este afán bulímico por la idiocia generalizada y la manipulación malsana se nos ha ido de las manos. Pasaremos a la historia como la generación de la sensatez perdida por el sumidero de la intrascendencia y todo el vertedero de mentiras superpuestas y la mierda absurda de falsas certezas que acumulamos a nuestro alrededor y nos cubre hasta las cejas —ahogando la más mínima capacidad de pensamiento crítico— será caso clínico de estudio. Asumámoslo, esta es la España que protagonizamos, normalizando la anécdota y manipulando lo irrelevante hasta convertirlo en prioritario. Un autobús. Un simple autobús, ha sido suficiente para dejar al desnudo —al margen de eslóganes anatómicos y de divagar sobre el sexo de los ángeles— que la idiocia del género tonto nos engulle. A estas alturas, me parece tan frustrante como innecesario tener que describir el asco que produce contemplar tanto a quienes se escandalizan con la evidencia como a los que intentan hacer de ella un espectáculo.

Quizás les parezca un debate muy moderno, pero hiede a rancio por los cuatro costados. Lo que subyace a la polémica no es más que la imposición ideológica del criterio único o de cómo silenciar la libertad de expresión de todo aquel que no comulgue con los axiomas de la corrección política. Esto va, una vez más, de la obsesión que ciertos sectores de la izquierda tienen con utilizar a “colectivos” como arma arrojadiza contra la derecha —desaparecida en combate—. Por eso no me gusta la campaña de la discordia que responde atacando a individuos que no han pedido el apoyo de esa izquierda, en lugar de a esa misma izquierda. Es un error. Pero miren, como no hay mal que por bien no venga, ha dejado al aire nuestras vergüenzas. Que la libertad es un lujo. Que expresarse libremente resulta cada vez más un oasis en medio de este desierto de locura generalizada. Que compartir lo que uno piensa es un deporte de riesgo si se pretende salir indemne de las acusaciones de haber escandalizado a alguien. Exigen respeto y poder expresar con libertad sus ideas quienes braman contra las leyes mordaza mientras son los primeros en lapidar verbalmente y censurar a los que discrepen. La libertad de expresión no es relativa, señores, o se está de acuerdo con ella o no, pero no se puede estar a medias, sólo cuando les  interesa. La libertad de expresión es absoluta — aunque tenga límites— y no radica única y exclusivamente en el detalle de si están ustedes o no de acuerdo con el mensaje que la rellena.

Que cada cual tenga lo que prefiera entre las piernas. Pero sentirse algo no es ser algo, por mucho que nos lo repitan. Ni que algo no esté prohibido implica necesariamente que esté permitido. Hacer ley de los sentimientos de unos cuantos no podrá ser jamás la excusa para criminalizar las opiniones del resto. Niños convertidos en banderas de causas ajenas. Adoctrinamientos legítimos y otros que no lo son. Violencia esputada sobre todo aquello que no sea su propio odio, que es el único auténtico. Declaraciones en contexto y otras siempre injustificadas… Vivimos la era de la ablación intelectual, de la intransigencia, la sinrazón, la intolerancia y la ofensa gratuita. Eso sí, sólo para unos cuantos. Y siempre los mismos.

Decidir que la igualdad legal es insuficiente y declarar que la excepción debe ser norma y asunto de interés general, ha alterado para siempre y sin remedio el juego de equilibrios que representa la igualdad formal para convertirlo en una cuestión que nada tiene que ver con la democracia y el debate útil, sino con la imposición autoritaria. Regulación redentora que pretende saldar la deuda moral de ciertos partidos y sus muchos complejos con cargo a nuestros bolsillos. Mera política terapéutica, ocupada en batallas semánticas, manipulación lingüística e ingeniería social que nos alejan, como siempre, de lo importante.