El guiño de Juncker a la izquierda pro-Soros es un ataque a la democracia
A poco más de dos meses de las elecciones europeas, de Bruselas llegan sólo noticias que animan al desconsuelo. A falta de méritos del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, incapaz de resolver los entuertos en los que el club comunitario ha estado inmerso desde su llegada, parece más dispuesto a dejar sembradas las simientes para futuros problemas que, a base de ir asestando un golpe tras otro, dejen el proyecto europeo en estado vegetativo y con pocas probabilidades de recuperar el entusiasmo de millones de ciudadanos.
La última genialidad de Juncker, auspiciada desde Bélgica y Alemania, es la creación de un nuevo sistema para impartir supuestas lecciones de democracia entre los estados miembros. Bajo el rimbombante nombre de “Pacto de Calidad Democrática” se pretende corregir la llamada “deriva autoritaria” de los siempre mencionados Polonia y Hungría con medidas de
castigo como la aplicación del artículo 7 del Tratado de la UE que posibilita impedir a un país intervenir en la toma de decisiones en el Consejo Europeo.
A nadie, o al menos a un verdadero demócrata, le puede caber en la cabeza que la UE se instituya como tribunal que reparta credenciales de buenos o malos demócratas entre sus países miembros, porque lo que la UE menos necesita en estos momentos es que tras un referéndum de Brexit, pueda haber uno, dos o tres más en otros países conducidos por el hartazgo a cómo se diseñan las nuevas políticas comunitarias desde Bruselas. Lo que la UE
necesita en la actualidad, antes de avanzar hacia los nuevos niveles de integración que proponen los burócratas arquitectos de la construcción europea, es ganarse el corazón y el afecto perdido de la ciudadanía europea.
El caso de Hungría es muy llamativo.
La campaña de desprestigio contra el primer ministro húngaro, Viktor Orban, no cesa. Los mismos que están contra Orban están simultáneamente
impulsando la susodicha iniciativa del “Pacto de Calidad Democrática” -con el apoyo también de los globalistas simpatizantes de la izquierda ideológica, como George Soros, a través de sus lobbys como Human Rights Watch, Amnistía Internacional, Transparencia Internacional o European Stability Initiative- para sustraer a millones de personas su derecho a decidir
libremente a través de las urnas. Este ataque a los valores democráticos más esenciales se podría vislumbrar en cualquier reunión del Consejo Europeo donde Hungría, por ejemplo, no pudiera votar ante cualquier tema de trascendencia para la población húngara. Según las encuestas, el partido de Orban (Fidesz) obtendría a fecha de hoy un 54% del respaldo ciudadano en las elecciones europeas frente al 11% de los socialistas. Querer corregir, cambiar o castigar la voluntad democrática de los votantes por la vía de los hechos, como pretende ahora la UE, es un ataque a los principios más esenciales del Estado de Derecho.
El Robin Hood de ayer puede convertirse a veces en el déspota del mañana. Y ese es un riesgo que debe evitar a toda costa la UE. Los países miembros decidieron en su día ceder parte de su soberanía convencidos de que iban a ganar más que perder. Por ello, no es admisible ahora que un grupo de países, capitaneados por Francia y Alemania, mantengan una actitud tan poco ejemplarizante desde el punto de vista democrático. Baste recordar como el gobierno francés mantuvo el estado de excepción durante dos años tras los atentados yihadistas. Los miembros de la UE tienen ya un Tribunal Constitucional o figura similar encargada de velar por el respeto al Estado de Derecho, por lo que el “Pacto de Calidad Democrática” es una cacicada, un guiño de Juncker a la izquierda intervencionista, que podría acabar como la lapidaria frase con la que Clemenceau definió a la Sociedad de Naciones: “me gusta, pero no creo en ella”.
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