«¡Franco ha muerto!»… hace 50 años
Aunque Franco murió el 20 de noviembre de 1975, Pedro Sánchez ha decidido «celebrar» (?), en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, los 50 años de la muerte del dictador. Aunque Moncloa cursó invitación a Felipe VI para que asistiera, fuentes de Zarzuela indicaron que el Rey no acudiría por coincidir, afortunadamente, con la presentación de las cartas credenciales de seis nuevos embajadores y… por vergüenza.
De todas formas, resulta difícil entender esta celebración bajo el epígrafe «España en Libertad» para poner en valor «la gran transformación en este medio siglo de democracia y hacer homenaje a las personas que la hicieron posible», como ha señalado Sánchez.
Yo, que como periodista viví directa e intensamente aquellos días de la muerte de Franco, quisiera recordar a nuestros lectores, si es que las han olvidado o no habían nacido, aquellas dramáticas palabras, «roto en un sollozo al terminar de leer al país» la noticia de «¡Franco ha muerto!» del presidente Carlos Arias Navarro –un hombre esquinado, mendaz, innoble y casi traidor–, que el día 12 de noviembre y cuando Franco se encontraba ya desahuciado, Don Juan Carlos convocaba, en el Palacio de La Zarzuela, a los ministros militares para informarles de que iba a enviar al teniente general Díaz Alegría a París para convencer a su padre, el conde de Barcelona, de que no hiciera pública manifestación alguna tras la muerte del dictador. Cuando el presidente Arias Navarro se enteró, se cabreó. Pensaba que un jefe del Estado en funciones no podía inmiscuirse en temas políticos ni convocar a ministros y jefes militares sin que lo supiera el presidente del Gobierno. Su Alteza, según él, se había extralimitado en sus funciones. «A ese niñato habría que darle una lección», gritó Arias Navarro arremetiendo contra el entonces príncipe Juan Carlos, a quien despreciaba y no sólo por no haberle informado.
«Yo, con un niñato, no se hablar más allá de diez minutos. Después no sé qué decirle y me aburro. Algo así me pasa con el Rey, un niñato que no dice más que tonterías», dijo Arias Navarro. Y, como respuesta, le presentó la dimisión marchándose a su casa, haciendo dejación de su autoridad y de sus funciones. Durante dos días, España estuvo sin jefe de gobierno hasta que el príncipe, angustiado, envió al marqués de Mondéjar para que le visitara en su domicilio, donde se había encerrado, y le convenciera para volver a ejercer su cargo. «Esta desagradable actitud agudizó definitivamente el desencuentro entre Don Juan Carlos y su presidente, con quien siempre se relacionaba muy mal. Pero no podía aceptarle la dimisión en esos dramáticos momentos en los que Franco agonizaba, aunque había sido una afrenta para él», según Joaquín Bardavio (El reino de Franco, Ediciones B., 2015).
Y le hizo Grande de España
No olvidemos aquellas palabras de Don Juan Carlos el 19 de abril de 1976 a propósito de la relación que mantenía con su presidente del Gobierno. «Estoy viviendo momentos de tensión terribles por culpa de Arias. Llevo quince días sin dormir, deambulando por Zarzuela como si fuera un fantasma. Y lo peor del caso es que tengo la sensación de que hay un pugilato entre él y yo. Y, además, cree que puede vencerme y esto ¡cojones! no es así. Yo no puedo ser por más tiempo solidario del franquismo en la persona de Arias…, no puedo más. Es un desastre…, tengo que cesarle».
Por todo esto y mucho más, nunca entenderé que el Rey Juan Carlos le otorgara el marquesado de Arias Navarro y, además, con Grandeza de España, título y Grandeza suprimidos el 21 de octubre de 2022 tras la aprobación de la Ley de Memoria Democrática.
Mi entrevista con Arias
No es mi intención analizar el trasfondo político de la designación de aquel hombre de mirada fija, bigote recortado y febriles sueños de niño que nunca fueron suyos como jefe de Gobierno, porque mi deseo es bucear en el lado humano de la noticia, a sabiendas de que no hay nada más cruel y a veces inhumano, cuando no cómico, fuera de lo que es propiamente humano. Serlo es también un deber, decía Graham Greene. Carlos Arias fue una excepción.
Que en su nombramiento tuvo mucho que ver doña Carmen (Polo) no es ninguna novedad. Ahí queda para la pequeña historia ese documento fotográfico de un Carlos Arias, servil y cómplice, junto a su mentora cuando acude al palacio de El Pardo para jurar el cargo. Es ella la primera en recibirle; es ella la primera en felicitarle; es ella a quien él cumplimentará primero.
Y no es de extrañar que si Arias fue servil con Franco y doña Carmen, intentara desquitarse con Don Juan Carlos, por quien sentía un profundo desprecio que, a la larga, fue correspondido.
Yo tuve la oportunidad de ser depositario de una serie de confidencias un día de febrero de 1985 en el que le visité en su despacho de la calle de Serrano, esquina con la calle de Goya, donde había vuelto a ejercer como notario tras ser cesado «brutalmente», me comentaría. Reconociendo su aversión a los periodistas y lógicamente a las entrevistas, usé un recurso que le afectaba profesionalmente: un poder notarial para mi madre a causa de una complicada herencia proindiviso con mis hermanos.
Confieso que fui el primer sorprendido cuando, al entrar en su despacho, presidido por una gran fotografía de Franco, me encontré con un Carlos Arias amable y distendido. En cambio, lo de la fotografía del Caudillo no me sorprendió en absoluto. Conocía ya el «atropello protocolario en su despacho de Presidencia, en el Paseo de La Castellana 3, en la misma habitación donde el día 23 de diciembre de 1910 nacía doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans, madre del Rey Juan Carlos».
El mismo día de la muerte de Franco, 20 de noviembre de 1975, mandó colocar, sobre un caballete de pintor, un gigantesco retrato del Caudillo, relegando a un rincón de la biblioteca la obligada fotografía de tamaño de folio de quien, a partir de ese mismo día, era el rey de todos los españoles.
«Confundió la lealtad al pasado con las necesidades del futuro y olvidó que Franco, irremediablemente, había muerto», según Joaquín Bardavío, jefe que fue de los Servicios Informativos de la Presidencia del Gobierno.
Tras la lectura en voz alta del documento pedido por mí –mientras leía, su voz me retrotrajo a desagradables tiempos pasados– y una vez que estampó su firma, se retrepó en el sillón, mirándome con aquellos ojos pequeños y negros –los ojos son los delatores del alma– que daban vida a un rostro cetrino, vulgar y poco noble, cuarteado por los años, en el que su bigotito fascista se destacaba encanecido, como sus escasos cabellos. Las orejas asoplilladas se transparentaban con la luz que entraba a raudales por el ventanal.
Ataques al Rey Juan Carlos
Advertí que tenía ganas de hablar. Además, estaba enterado de los recientes avatares de cambios en mi vida profesional.
–¿Cómo le va?, ¿qué hace ahora? ¡Que pena lo de ¡Hola!… Debió sentir mucho dejarla.
Mi respuesta estuvo en la misma línea aunque debió sonarle a impertinencia:
–Como a usted la Presidencia del Gobierno -me atreví a contestarle.
–No me dolió tanto dejar de ser presidente, sino el procedimiento… Fue una pena que Juan Carlos lo hiciera tan mal…, de manera tan brutal. Mis colaboradores saben que yo estaba ya cansado y pensaba dejarlo. Es más, varias veces presenté mi dimisión y el Rey no me la quiso aceptar. Creo que en mi cese tuvo algo que ver el conde de Barcelona. No me perdonó algunas decisiones que tuve que tomar con respecto a él.
–¿Cómo ve la actual situación de España desde este despacho de notario?
–Como todo el mundo. Muy mal. Pero yo ya estoy retirado de la política activa. Ahora veo los toros desde la barrera. Y no me gusta la corrida.
–¿No cree que el Rey lo está haciendo bien? -le pregunté.
–El Rey ha olvidado muchas cosas, entre otras que yo siempre aposté por él, hasta el punto de intentar que el Generalísimo le designara soberano sin tener que esperar a que muriera.
–Pero un Rey tutelado por Franco en la sombra no hubiera sido nada bueno para él… -le inquirí.
–¿Por qué no? Si el propio Juan Carlos llegó a decirle que «cuando llegue el momento, espero sucederle a título de rey y que usted lo vea». Esto lo cuenta hasta López Rodó. Además, ya había sido jefe del Estado en funciones y lo hizo muy bien. Presidió varios consejos de ministros conmigo como jefe del Gobierno, el primero de ellos en el mismísimo palacio de El Pardo.
–A propósito, todavía tengo viva en la memoria la fotografía de aquel primer consejo al que se refiere… Usted no parecía sentirse muy feliz. Estaba como ausente.
–No, simplemente estaba emocionado al ver al príncipe ocupando el mismo sillón del Generalísimo.
–¿Usted fuma?
–¿Por qué lo pregunta?
–Porque dicen que le molestó que el príncipe ordenara colocar ceniceros en la mesa del Consejo cuando nunca los había habido. Creo que a Franco le molestaba que se fumara.
–No recuerdo ese detalle. De todas formas, el príncipe no estaba en su casa. Y allí nadie fumó nunca.
De repente, pareció sentirse molesto y me preguntó:
–¿Esto no será una entrevista?
–No, en modo alguno. Usted sabe muy bien el tipo de periodismo que yo hago. Pero no se tiene muchas veces la oportunidad de hablar con un personaje que, como usted, ha tenido tanto protagonismo en la más reciente vida española.
Se sintió halagado, satisfecho con mi explicación. Levantándose, me tendió cordialmente la mano.
Cuando yo abandonaba el despacho, oí de nuevo su voz:
–El poder estará listo mañana.
Y los dos sonreímos por la frase. Yo, al menos, por la coincidencia.
Desconozco si Don Juan tuvo algo que ver, directamente, en la fulminante destitución del presidente Arias Navarro. Dicen que llamó a su hijo; otros, incluso, que viajó a Madrid para decirle: «O destituyes a Arias o éste acaba contigo y con la democracia».
Verdad o mentira, motivos había tanto por parte del conde de Barcelona como del propio Rey, que bien tuvo presente la frase de Balzac: «No conviene tocar al enemigo como no sea para cortarle la cabeza». Y si antes no lo hizo fue porque no podía.
Refiriéndome a Don Juan, éste no olvidó jamás que, el 16 de julio de 1975, cuando Franco y el Régimen daban ya las ultimas boqueadas, Arias Navarro le prohibió tocar territorio español porque dos días antes había declarado en Estoril: «Concibo la monarquía como garantía de los derechos del hombre y sus libertades, pero la iniciativa a favor de una restauración (que no la instauración de Franco) debía ser tomada por los españoles, cuando tuvieran la posibilidad de expresarse libremente».
Tampoco podía olvidar Don Juan Carlos que, cuando Arias se entera de que el príncipe se niega a asumir, por vez primera, la Jefatura del Estado, grita con malos modos: «Si no quiere, se le obliga». Y cuando vuelve a negarse el 31 de octubre de 1975 («No aceptaré una nueva interinidad. No pueden servirse de mí como si fuera un comodín de la baraja», le comenta a su padre), Arias repite el exabrupto: «Si no hay más remedio, se le coge y se le obliga a aceptar».
Chsss…
¿Por qué el Gobierno del «puto amo» obliga a celebrar el «año de Franco»?
Según Colmenero, el «año de Franco» corre el riesgo de convertirse en un homenaje, pero no por amor al dictador sino por desprecio al demócrata que nos gobierna.
Ya puestos, este primer acto celebrado en el Museo Reina Sofía podría haberse celebrado para gloria del «puto amo» en el Museo del Prado, emulando aquella parodia de la presentación realizada por Dalí del cuadro ecuestre de la nietísima del general, Carmen Martínez Bordiú, nada menos que en la Sala Velázquez.
Excesivo que Leonor, en sus salidas nocturnas de copas, tenga que ser acompañada de cuatro escoltas.
Muy acertado lo de «la vaca que ríe» cuando se escribe sobre ella.
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