De embajadas, una gran duquesa y otras imprudencias
Dicen que la idea del diplomático dandy está tomada de los outsiders más que de los verdaderos diplomáticos, pero es innegable que es una labor que, por su propia idiosincrasia, lleva implícita el elemento de la distinción. Ésta debe exteriorizarse con una impecable toilette, con el don de la palabra, del saber estar y con el afianzamiento que se consigue mediante la posesión de una vasta cultura. Para compensar el exceso de elegancia, requerido en este caso, es preciso estar bendecido con un exceso de espíritu, que ejerza de aura determinante. Todo lo expuesto debe cumplirse imperiosamente, para culminar con excelencia esa labor histórica que en nuestras relaciones internaciones ejercen los embajadores.
Como caso inusual en la contemporaneidad, les contaré el caso de los IV duques de Maura, que han representado a España en Venezuela, en Corea de Sur, en Jamaica -y otras ocho repúblicas del Caribe- y en el Gran Ducado de Luxemburgo. Las invitaciones recibidas en las distintas embajadas iban dirigidas al «Excmo. Embajador de España y a la Excma. Duquesa de Maura», algo que desconcertaba a más de uno. Se unían en ellos la Grandeza de España, por cuestiones históricas, con la máxima representación de España en las relaciones internaciones. Ramiro y Lucía entendieron a la perfección que la etiqueta no puede perderse nunca, puesto que sostiene y engrandece nuestro sistema jerárquico y nuestra estabilidad social. La conquista del Vellocino, origen de la Orden del Toisón de Oro, cuyo collar rodea el escudo ducal que han ostentado, debía seguir sirviendo de ejemplo al poder y la magnificencia intrínsecos en cualquier cuerpo diplomático, pero más aún en un momento histórico decisivo en el que les tocó representar a nuestro país.
En la segunda mitad del siglo XX, España necesitaba representantes sólidos que afianzasen una imagen próspera y responsable de la nación, que acababa de salir de su desastrosa guerra civil con una apariencia internacional muy debilitada. Así lo asumieron muchos de los embajadores que formaron, en ese crítico momento a nivel mundial, el cuerpo diplomático español. Los terciopelos y los entarimados, sin embargo, de nada sirven si les siguen actuaciones hieráticas y poco amigables, pues son visualizadas por el gran público con referencias respetuosas, pero envueltas en el mito de lo inabordable. En este sentido, la suntuosidad regia de la que es dueña Lucía de la Peña ha sido un arma muy poderosa, pero para nada aislada. A ella se suma un grácil ingenio, un encanto cercano, una sagacidad y una pulsión penetrante, que quedan complementadas con una impetuosa belleza envuelta en lo que en mi tierra llamamos trapío. «Lucía, ¿le hacían bailar flamenco en las recepciones diplomáticas?». «No me hacían bailar, ¡bailaba yo en cuanto podía!».
Con una personalidad fuerte y vibrante, como embajadora de España, ha paseado la mantilla española por medio mundo con su distinguido porte ducal. Saberse atractiva la ha hecho poderosa, pero ha sido ése un placer afianzado en su deber como representante de una nación. Es necesaria esta aclaración para entender cómo es su caso un digno ejemplo de haber sabido disfrutar por igual de sus privilegios y de sus obligaciones. La palabra placer y, por tanto, su significado, ha ido aceptándose y escalando en las prioridades de la sociedad occidental hasta el punto actual, en el que roza cierta degeneración respecto a su concepción original. El fenómeno dieciochesco de conquista del goce a través de la percepción sensual está desembocando en el consentimiento general de la diversión o entretenimiento como pilar fundamental en la vida, fenómeno que llega en el presente a sus cotas más exageradas. La diversión tiene cabida como tal, precisamente, porque es corta, esporádica y suele llegar como premio a un esfuerzo previo realizado.
Para terminar deseo hacer otra reflexión, que deben tomar como una ecuación de dos incógnitas: x + y. Quizás deba aclarar previamente que me fascinan los incansables juegos de palabras y las salidas de tono con gracia. Mi osado inciso versa sobre los españoles de cuarta fila. Digo de cuarta fila, porque, mereciendo la primera, ellos solitos se colocan más allá del palomar. Considero del todo demoledor ver cómo algunos descendientes de nobles e ilustres sagas no perpetúan ni una sola virtud de las que hicieron a sus antepasados ostentar las dignidades. El juego genético hace a veces combinaciones de lo más inútiles. La responsabilidad con el pasado, con los privilegios heredados y, sobre todo, con uno mismo supone para algunos individuos un campo microbiológico del que se protegen con soberbia estupidez. Cualquier herencia, por pequeña que desea, supone el esfuerzo de unos ancestros y, desde mi punto de vista, es una obligación moral insalvable mantenerla o, si se es capaz, levantarla aún más. «No comprendo, no comprendo», dirá ahora el que no quiere comprender; «¡No me despreciéis, no me despreciéis!», dirá otro débil desalojando la sala; «¿Está queriendo decir que somos invencibles?». ¡Paff! Se cae el telón y aquí no ha pasado nada. No answer.
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