Bromas nerviosas
El sábado pasado estuve en una divertida fiesta por el cincuenta cumpleaños de un amigo de mi marido. El homenajeado es un tipo de éxito al más puro estilo progresista: separado, con hijos independientes (porque no les ha quedado otra alternativa), con una novia quince años más joven que él (que le durará lo justo y necesario hasta que se canse de ella), deportista aplicado con nutricionista, masajista y todos los demás requisitos habituales en este tipo de individuos tan conmovedores. Le miraba en su fiesta riéndose, impecable todo él, la viva imagen del triunfo de la superficialidad. ¿Qué quedaría de aquella máscara al caer el telón? Poco me importaba y poco duró aquel pensamiento, pues pronto comenzó la música y todos bailamos con efusividad hasta altas horas de la madrugada. Fue un fiestón de los que quitan todos los pesares, maravilloso. Gracias, Javier, por ser tan estupendo y hacernos sentir tan a gusto.
Durante el brindis, hubo un momento complicado. Javier se dedica a la exportación de aceite de oliva. Tiene un don de gentes excepcional y domina varios idiomas a la perfección. Hacía bastante calor, estábamos en una hacienda espectacular, a más de treinta grados. Con su transparente amor por la sofisticación, al finalizar sus palabras de agradecimiento a todos los invitados, anunció una lluvia dorada para calmar la temperatura y hacer brillar los cuerpos un poquito más: un dispositivo invisible empezó a lanzar gotitas de aceite de oliva virgen que todos entendimos como un privilegio. Los señores se quitaron las camisas, nosotras íbamos casi todas con vestidos de tirantes, así que aguantamos íntegramente aquel despropósito refregándonos las gotitas por escote, hombros y brazos para hacer que nuestras pieles, aún bronceadas, parecieran más lustrosas y juveniles. Hubo quien abrió la boca para saborearlas, otros sacaron el peine para que aquello fijara sus cabellos; en fin, una locura muy propia de Javier, que nos hizo reír con sus ocurrencias de nuevo rico sin escrúpulos.
Entre los invitados, estaba un encantador miembro de la familia real. En torno a él, se formó una tertulia muy interesante sobre la nueva ronda de consultas en Zarzuela que ha tenido lugar hoy. Se habló de cómo Alberto Núñez Feijóo perdió el pasado viernes la investidura y de cómo el jefe del Ejecutivo en funciones iba a conseguir mantenerse en Moncloa. El familiar del Rey explicó con determinación cómo los políticos triunfan o fracasan, mientras el Rey está fuera de la contienda política, al margen de premios y castigos. La continuidad de la monarquía se consigue, precisamente, porque el Rey reina, no gobierna. Todos estábamos de acuerdo en que eso es así, pero alguno intervino diciendo que, en este caso concreto, debería tener más determinación y exigencia. La tertulia empezó a subir un poco de tono. La situación se estaba poniendo violenta, cuando uno de los camareros, que rondaba todo el rato nuestra zona, se atrevió a tomar la palabra: «El único que dice la verdad y toda la verdad es Pedro Sánchez, todos los demás mienten».
Un silencio absoluto dominó la fiesta. El anfitrión, que había oído aquel veredicto, hizo de las suyas. Pidió al camarero que le acompañara a la tarima en la que un grupo flamenco se preparaba para jalear a los presentes y tomó el micrófono: «Señores, esto no estaba planeado, también he traído a un payaso». Le puso el micrófono en la boca y el del delantal repitió la idea sin pestañear. En ese momento apareció en el cielo (de manera misteriosa) un Falcon. Alguien arrojó unas cuerdas, acercándolas al payaso que, quitándose la careta, se puso unas gafas de sol y se fue colgando por los aires. Sonó una canción del grupo Parchís, pero su risa enfermiza insonorizaba todo el universo. Al desaparecer, el estrado se desplomó y todo se volvió negro.
«¿Qué droga era esa, Javier? Te has pasado». Todavía preocupado, el anfitrión confesó que la había comprado en Vietnam en su último viaje de trabajo, que ni siquiera había tenido oportunidad de probarla; le habían asegurado que ayudaba a limpiar conciencias. Cada vez más preocupado, Javier pidió que llamaran a una ambulancia. La fiesta estaba tornándose verdaderamente agria. En su mente se repetía: «Soy un tipo optimista, soy un triunfador». Todo era una torre invisible sin cámara del tesoro. Javier estaba equivocado, no iba a haber amanecer después de esa larga noche.
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