Aforamientos: de la necesidad al oportunismo
El PSOE ha levantando otra alfombra que yacía en la revisada democracia española: los aforamientos. ¿Por qué? ¿Cuestión de necesidad o populismo de Estado? ¿Una cortina de humo en el gobierno Sánchez para alejarse de los problemas reales de la justicia penal? Como figura, los aforamientos surgen con el fin, que ciertas instituciones del Estado sólo puedan ser enjuiciadas por las más altas instancias. Esto era ayer y hoy: el motivo es la seguridad jurídica para los investigados, la protección de posibles presiones o amenazas a los investigadores y, esencialmente en los tiempos que corren, la protección frente a denuncias espurias con fines políticos. Por eso, la Constitución española recoge esta figura, que no es impunidad sino una protección jurídica en una justicia imperfecta, en donde el aforado es investigado y enjuiciado por un Tribunal de mayor instancia.
Sucede con frecuencia que hay que separar la técnica y la razón de los bajos instintos y las simples pasiones. Y éste es el caso. Los abolicionistas aseguran que hay que dar el paso, cuanto antes mejor, porque “todos somos iguales ante la ley”. Sin embargo, lo hacen en medio de una nueva cortina de humo que oculta los problemas reales de la ciudadanía, más difíciles de resolver: el desempleo, la precariedad, las pensiones; y opaca, el verdadero cáncer de la Administración de Justicia, la inseguridad jurídica. La reforma inminente no debiera de ser eliminar los aforamientos por las bravas y eludiendo la reflexión, sino el cómo alcanzar una justicia penal seria, justa y eficaz propia del siglo XXI.
Es verdad que se ha creado la impresión de que en España hay una justicia de “segunda” para todo hijo de vecino y una de primera para autoridades que la usan a modo de privilegio. Todo sería más sencillo, si dispusiéramos de un sistema con mejores garantías procesales, y con jueces envueltos mayores contrapesos a su aparente poder absoluto que, como sucede en ciertas ocasiones, arrasan con la dignidad de las personas —ejemplo del ‘caso Casado’ o el sheriff de Coslada—, en donde tras largas instrucciones y revuelo mediático han quedado en nada, y con la honra cuestionada.
Así, el debate real —dejando a un lado el oportunismo y aterrizando en una cuestión de sana y pura necesidad— debería centrarse en cómo fortalecer el proceso penal para que todos, autoridades aforadas o no, tengamos la seguridad jurídica de un Estado de Derecho de calidad, y que detrás de cualquier resolución judicial esté el correcto imperio de la ley, y la búsqueda de lo justo. Con una ley penal anclada en 1882 esto es difícil. Más, cuando el debate legislativo es tan superficial y politizado en búsqueda de réditos electorales. El desafío está servido y debería formularse con sumo cuidado y de acuerdo con la advertencia de Cicerón: “Con frecuencia, hacer depender a la justicia de las convenciones humanas es destruir la moral”.
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