Javier Inés, el fotógrafo de la movida catalana
El amor incondicional, aquel que cruza decenios de forma inalterable, por encima de desilusiones, tristezas y luchas que lejos de banalizarlo, lo engrandecen, es el que ha hecho posible que la obra de Javier Inés pueda ser de nuevo disfrutada después de muchos años de su muerte, causada por el virus del sida, a principios de los años 90, coincidiendo con el boom barcelonés que Javier se había encargado de potenciar, fotografiando con su cámara Nikon a los personajes de aquella ciudad que se preparaba ilusionada para celebrar los Juegos Olímpicos de 1992, que marcaron un antes y un después para todos.
Coincidiendo con el anuncio de Juan Antonio Samaranch Á la ville de Barcelona, llegamos a la ciudad condal un grupo de jóvenes mallorquines dispuestos a estudiar y comernos el mundo. Entre ellos Susy Gómez y Juanjo Rotger, que ya llevaban un par de años en la ciudad y se habían convertido en guías de ese mundo nuevo que nos iba a llenar la vida para siempre, a mí sobre todo. Susy y Juanjo, ambos de Pollença, el mismo pueblo que me cobijó hasta entonces, se encargaron de que me pusiera al día. La Barcelona de la que les hablo no tiene nada que ver con la de hoy. En esa época, finales de los 80, sobre el 86 creo yo, era una ciudad donde la creatividad se había instalado para quedarse una buena temporada.
El diseño de vanguardia arrasaba con todo, locales que antes eran comerciales o simples almacenes se convertían en obras maestras del interiorismo y la restauración, las discotecas igual, formaban parte de un circuito que desde que uno empezaba la primera copa hasta que se retiraba ya de madrugada en un after perdido en el Meridiana, lo envolvían de una luz distinta de la del resto de España. Todo estaba cuidado, desde los baños, verdaderas salas de reunión y encuentro, a las zonas más privadas todavía, que contaban con ese saber hacer de los creadores de entonces, dispuestos a todo con tal de crear bellezas.
Me vienen a la cabeza lugares como El Universal, el Otto Zutz, el Up&Down, y por supuesto el Distrito Distinto, que se llenaba cuando se vaciaban las demás. Los que acudíamos a ese local como náufragos de la noche no éramos más que personalidades muy inquietas buscando más de lo que la noche y todos sus brillos nos podían ofrecer. No era en absoluto un lugar oscuro en el que dejarse ver se convirtiera en una pesadilla al día siguiente. Era todo lo contrario, era el lugar donde había que estar si uno pretendía ser y estar en esa Barcelona romántica que comenzaba a respirar por sí sola tras haber sido amamantada por la Gauche Divine, que de alguna manera todavía nos tutelaba puesto que sus personajes se negaban a desaparecer.
Madrid nos parecía provinciana, Milán una ciudad hermana, París sólo moda y Londres el pasado reciente. Conocí a Javier Inés nada más llegar a la ciudad. Trabajaba como camarero de esa discoteca de los sueños de la que les he hablado, el Distrito Distinto, ubicaba muy lejos de los buenos barrios del Eixample que habitábamos entonces y siempre. Le vi y me fascinó su personalidad y su encanto. Enseguida me propuso realizar una sesión de fotos y a ello nos pusimos unos días después como resultado de la cual he tenido durante años un reportaje fotográfico de altura, sólo digno de los grandes maestros con los que he tenido la suerte de trabajar.
Javier vio en mí a otro Esteban y lo plasmó en blanco y negro para siempre. El caso es que ese día supe quién era ese camarero de personalidad arrolladora que me había llamado la atención. Javier ya era entonces el encargado de fotografiar esa Barcelona y todas sus caras que les he intentado resumir antes. Publicaba en buenas revistas, hacía los mejores reportajes y los más atrevidos, tanto que hoy dejarían en paños menores esa modernidad impuesta y llena de etiquetas que intentan hacernos creer que vivimos. Los modernos de entonces no usábamos etiquetas, salvo las de las marcas de moda icónicas que poblaban nuestros armarios. No éramos clasistas ni racistas y mucho menos separatistas. Vivíamos una juventud esperanzada, que pese a las plagas que nos azotaban y que se llevaban a nuestros amigos de un día para otro, sin avisar, en muertes crueles a la que muchos ni quisimos tratar para que no se acabara la fiesta. Nadie podía robarnos la juventud, no debía, y de manera inconsciente luchamos para que así fuera.
El caso es que un día en nuestra casa, un piso señorial que compartíamos Juanjo Rotger y un servidor en la calle Balmes esquina Diagonal, apareció Javier Inés y el flechazo con mi compañero de piso, y entonces mejor amigo, fue inmediato. Comenzaron una relación preciosa que se acabó con la muerte del fotógrafo de nuestra Barcelona sólo unos años después, cuando las Olimpiadas ya lo habían cambiado todo para siempre en una borrachera de pesetas que dura hasta hoy que vivimos entre los euros sin que nada haya cambiado para bien.
Pareciera que Javier se hubiera llevado con él y con los suyos un gran sueño, el de un país a la vanguardia de los países vanguardistas, una ciudad llena de ilusiones, mediterránea, en la que los más del universo nos reuníamos a comer sobre la arena de la Barceloneta, acogidos por la gran Carmen y su delantal de volantes, recién planchado y blanco impoluto, de su Salmonete.
Juanjo, enamorado de Javier todavía hoy, ha sido el custodio de su obra durante todo este tiempo. La ha mimado, la ha hecho permanecer viva y se dispone a hacerla inmortal como se merece. Tras una exposición de sus mejores retratos en París y Barcelona, en breve la podremos disfrutar en ARCO. Todo empezó cuando Inés tenía sólo 25 años. Juanjo hoy lo cuenta así. «Era el año 1982 cuando un joven Javier Inés con sólo 25 años repartía en la entrada de la primera edición ARCO una postal con una imagen realizada en Ibiza de una chica tumbada en las dunas con unos escombros de fondo, mientras un avión pasaba por encima de ella con el fin de promocionarse como fotógrafo. Este año, 42 años después, Javier Inés tendrá un Proyecto de Artista en Arco 2025 con una representación de su obra, donde entre otras fotografías estará expuesta la imagen original de la postal».
Sin duda, un homenaje precioso y más que merecido para ambos, que 42 años después siguen juntos, inseparables, desde aquel precioso encuentro en nuestro pisazo de la Calle Balmes, lleno siempre de gente nueva, de caras conocidas, de espejos en el que no se reflejaban los fantasmas que acabarían por aparecer sin que ya nos dieran ningún miedo. Nuestra juventud fue libre, dura y fuerte, española e internacional, sin separatismos rancios en el horizonte que nos despistaran del camino que deseábamos emprender.
Javier Inés merece que sigamos su ejemplo, el que nos dejó con su personalidad y su trabajo hace ya más de 40 años.
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