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Derrota del Estado de Derecho

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional que avala la Ley de Amnistía representa una de las páginas más oscuras de nuestra historia democrática. No se trata de una interpretación jurídica, sino de una rendición política. Lo que ha hecho el Constitucional no es impartir justicia, sino firmar la capitulación del Estado de Derecho ante los intereses de un Gobierno dispuesto a sacrificarlo todo -legalidad, dignidad e instituciones- por mantenerse en el poder.

Con esta decisión, se blanquea un golpe. Porque eso fue el procés: una insurrección institucional contra el orden constitucional, un desafío abierto a la unidad nacional y una violación flagrante de las leyes que garantizan la convivencia. Los responsables no mostraron arrepentimiento, ni han renunciado a sus objetivos. Al contrario: han convertido su desafío en moneda de cambio y han encontrado en la debilidad del Ejecutivo el terreno fértil para imponer sus condiciones.

La Ley de Amnistía no nace del consenso ni de una voluntad real de reconciliación, sino de la necesidad aritmética de un presidente atrapado por sus propios pactos. Una ley hecha a medida, escrita con el dictado de quienes deberían estar compareciendo ante la justicia y no dictando los términos de su absolución. Una ley que convierte en privilegio lo que debería ser una sanción.

Esta sentencia no sólo ignora la letra y el espíritu de la Constitución, sino que pisotea principios fundamentales como la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la responsabilidad penal individual. Se rompe así el equilibrio institucional que sustenta nuestra democracia y se da paso a un modelo político donde la justicia se supedita a las urgencias del poder.

Los magistrados que han respaldado esta aberración no han actuado como juristas, sino como operadores políticos. Han forzado la interpretación constitucional hasta desfigurarla, para justificar lo injustificable. Y lo han hecho con plena conciencia de las consecuencias: la legitimación de una impunidad pactada, la humillación del Poder Judicial y la desprotección de los ciudadanos que aún creen en la ley como garantía de libertad.

No se puede hablar de reconciliación cuando lo que se impone es la amnesia forzosa. No se puede invocar el progreso cuando se retrocede en principios esenciales. Lo que se ha validado con esta sentencia no es el perdón, sino la sumisión; no es la paz social, sino la ruptura de las reglas del juego democrático.

Se consagra así una verdad inquietante: el Estado ya no es garante del Derecho, sino rehén de quienes lo utilizan para sus fines. Una democracia que premia a los que la agreden está condenada a debilitarse. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo.

Pero esta traición no puede entenderse sin señalar a quienes durante décadas han gestionado el poder como si fuera patrimonio propio. El bipartidismo es también responsable de haber debilitado nuestras instituciones, de mirar hacia otro lado mientras el separatismo crecía y de convertir la política en cálculo sin principios. Los viejos partidos, tanto en el Gobierno como en la oposición, han participado del reparto de jueces y del silencio ante los ataques a la nación.

Ante esta claudicación, sólo cabe una respuesta firme: la resistencia civil y política de quienes no están dispuestos a ver cómo se destruye la arquitectura constitucional. Porque cuando el Estado de Derecho es derrotado desde dentro, defenderlo se convierte en una obligación moral. La historia juzgará con dureza a quienes entregaron España por un puñado de votos. Y también recordará a quienes, pese a todo, se negaron a callar.