Crónica de una jornada de oro
Porque hay días que merecen escribirse con tinta dorada, ésa que estaba tan de moda en los ochenta, Y todo porque hay jornadas que no se viven: se contemplan. Y nos recuerdan a algunos que ya hemos pasado la cincuentena que ser moderno no significa llevar melena, un canuto en los labios y aspecto descuidado. Ser moderno es respetar la tradición que nos ha convertido en uno de los países más destacados del mundo desde que se restauró la democracia y la monarquía asumió la jefatura del Estado español, que en realidad se llama Reino de España.
Como toda democracia libre, ha tenido personajes, y los tiene aún, que se han rendido a la crítica y al sabotaje. Esta genteta ha creado un clima que a día de hoy resulta irrespirable. Salvo cuando aparece la Familia Real y lo gris que se da por perdido se vuelve del color que simboliza el banderín que revolotea sobre el capó del coche del Rey. Muchos pretendían hacernos creer que don Felipe era una especie de niño de mamá sin demasiadas luces, pero ha demostrado ser todo lo contrario durante su ya sustancioso reinado en el que se han encendido hogueras que ha sabido apagar sin liarla parda, aferrado a la Constitución siempre, la que le obliga a obedecer en los asuntos políticos ni más ni menos que al liante de Pedro Sánchez.
Don Felipe ha aguantado sus desprecios sin despeinarse. Sin embargo, la ciudadanía ha visto su moderación como la de un calzonazos y creo adivinar la razón que lleva a interpretar la Corona como lo que no es, ni servil, pero sí al servicio de todos, ni trastornada para poder ejercer un poder que no le corresponde por mandato de un texto que se firmó por amplia mayoría en el 78. Lo más grande tras todas las sorpresas fue primero casarse con una mujer libre, divorciada y todo lo demás que no cuadraba en las mentes de casi nadie. Formó una familia mezclando su sangre con la una mujer de clase media trabajadora, que conoce lo que es pagar facturas y no poder hacerlo.
Esta reina que hoy acompaña a Su Majestad es la madre de la segunda gran sorpresa, la grandeza y clase que ha supuesto doña Leonor desde el momento en que se incorporó a la vida pública y sobre todo desde que la vimos y vemos vestida de militar mostrándose orgullosa de ello y lo más importante disfrutando de una juventud protegida por sus compañeros y amigos. Dicen que casi todos los que la han conocido de cerca la adoran. Igual ocurre con la infanta doña Sofía, destinada a servir dándole el apoyo que su hermana mayor necesitará y necesita.
Son dos jóvenes frescas, serenas, simpáticas, nada cursis y con una presencia y actitud serena y elegante. Por cierto, lo que menos deben querer es convertirse en influencers para lucir modelito cada vez que las veamos. Ya lucirán, ahora están para demostrar que quieren ser como todos, o al menos parecerlo. Para ello han hecho muy bien eligiendo modelos muy alejados de la vulgaridad que vivimos en las calles.
De casta le viene al galgo porque esta crónica va dedicada precisamente al mensaje que recibió del caballero Felipe González y también de los dos honrados con el toisón de oro. Se trata de un mensaje claro, conciso: «Volver al pasado olvidando al menos por unas horas todo aquello que nos ha vuelto inhumanos, incapaces de comunicarnos los unos con los otros si no es a través de un aparatito, el móvil, que cada vez más, con sus aplicaciones cambiantes a través de actualizaciones, castigos y trabajos que nadie ve a pesar de tener millones de seguidores».
La inmediatez es lo contrario a la Corona, a su esencia, que es la ponderación, no pasar el arado por delante del buey. En definitiva, volver a valorar la cultura, el diálogo sin gritos, el sentido del Estado. Todo lo que representa para muchos de los españoles, residentes, turistas o inmigrantes que la ven como una mujer admirable, que nunca falla en sus estimulante trabajo como reina perfecta. En la ceremonia del pasado viernes volvió a brillar, más que nunca, o tanto como antes, cuando se vestía de gala para dar solemnidad a las ceremonias reales a las que acudía. Es un bálsamo y eso jode a los que se visten de manifestante antitodo teniendo una piscina en casa. Todas las marcas caras del mercado que usan a la vez que muestran sus mansiones, sus coches y sus caras de plástico gelatinoso que envejece más todavía. La cara de Sánchez era un poema.
El tiempo baja el ritmo, las alfombras respiran solemnidad y la historia se pule un poco para mostrarse más brillante. Así fue la gran conmemoración de la restauración de la monarquía: un doble día de símbolos, miradas, poder discreto, elegancia callada y familia. Dos jornadas, en realidad, que juntas formaron un capítulo entero. El primer día amaneció con destino claro: el Salón del Trono del Palacio de Oriente, ese escenario donde las paredes rojas, los dorados barrocos y los espejos reales parecen guardar, en silencio, todos los secretos de la dinastía.
Allí se marcó la diferencia, la concesión del Toisón de Oro a la Reina Sofía. Felipe VI, hijo y Rey, se acercó a su madre con un gesto exacto, solemne y afectuoso. Doña Sofía, inmóvil en su serenidad, parecía encarnar una elegancia casi litúrgica: un traje impecable, de tono suave, de caída perfecta, sin una estridencia. Los pendientes discretos, el peinado pulido, que no cambia, porque cuando entremos en un salón la reconozcamos por su pelazo ahuecado, los zapatos en equilibrio exacto con el conjunto.
La imagen de una reina que no necesita adornarse porque ya es, por naturaleza, adorno y legado. Tras recibir el toisón con una felicidad nunca vista, el instante mágico: la música. Entró con suavidad, como si quisiera pedir permiso y convirtió la escena en un cuadro vivo. Esto no fue protocolo: fue arte ceremonial. La sonrisa de Sofía, contenida pero luminosa, transmitía una felicidad íntima. Y cuando miró a sus nietas se vio un orgullo profundo, casi materno del país entero. Llegó un momento inesperado y precioso. Felipe González, el primer presidente socialista de la España constitucional, se dirigió a la Princesa Leonor.
La animó, con ojos llorosos, a seguir el legado de sus antepasados, recordándole que el peso de la Corona no se hereda: se asume. Y afirmó, con convicción casi paterna, que estaba seguro de que Leonor estará a la altura de su responsabilidad cuando llegue su momento.
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