Somos unos acomplejados

Somos unos acomplejados
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Aluciné anteayer cuando mi amigo Ángel me pasó por whatsApp la respuesta que había enviado el Área de Opinión del más influyente periódico económico del universo, el neoyorquino The Wall Street Journal (WSJ), tras la carta que 280 de sus periodistas habían suscrito criticándoles por no sucumbir a la denominada Cultura de la Cancelación. Que no es otra cosa que la demonización de todos aquellos personajes públicos que han cometido algún error o no son políticamente correctos, en resumidas cuentas, de todos aquellos que no siguen a pies juntillas la dictadura del pensamiento único progre. También se ha utilizado para matar civilmente con razón a famosos que han cometido delitos abyectos, caso del tan repugnante como famosísimo Jeffrey Epstein. Pero mayormente se emplea para poner fuera de juego a quienes no comulgan con la verdad oficial de esa progresía mundial que maneja como nadie el diablo hecho persona, George Soros, el especulador que arruinó a los británicos en 1992 al ganar mil y pico millones de libras tumbando la moneda británica en los mercados. El autodenominado “filántropo” que, entre bambalinas, de la mano de su demoniaca Fundación Open Society, mueve los hilos contra la democracia liberal que impera en Occidente con un único fin: arruinar países para quedárselos a precio de ganga. Ojo a las narices que le echa el editor de Opinión del WSJ aun a sabiendas de que tener razón no le librará del linchamiento en esa plaza pública que es Internet y de que hasta el tato exigirá su cabeza:

UNA NOTA A LOS LECTORES

Estas páginas no sucumbirán ante la presión de la Cultura de la Cancelación.

Esta semana hemos sido gratificados por el ferviente apoyo de los lectores después de que 280 de nuestros colegas del WSJ firmasen (y algunos filtrasen) una carta a nuestro editor criticando las páginas de Opinión. Pero el apoyo a menudo ha venido acompañado de la preocupación de que la carta nos haga cambiar nuestros principios y contenidos. En ese aspecto, pueden estar tranquilos.

Por corporativismo, no responderemos de facto a ninguno de los firmantes de la carta. Su ansiedad no es nuestra responsabilidad en ningún caso. Los signatarios reportan a los editores de las noticias u otras partes del negocio y hay que recordar que los departamentos de Noticias y Opinión operan con trabajadores y editores diferentes. Ambos informan al editor, Almar Latour. Esta separación nos permite perseguir noticias e informar a nuestros lectores con juicio propio.

Era probablemente inevitable que la ola de la Cultura de la Cancelación progresista llegase al diario, como ha hecho en casi todas las instituciones culturales, empresariales, académicas y periodísticas. Pero nosotros no somos The New York Times. La mayoría de nuestros reporteros intenta cubrir las noticias justamente y de manera equidistante, nuestras páginas de Opinión ofrecen una alternativa a la visión progresista y uniforme que domina casi todos los medios de comunicación actuales.

Mientras que nuestros accionistas nos permitan el privilegio de seguir así, las páginas de Opinión seguirán publicando a colaboradores que digan lo que piensan dentro de la tradición del discurso razonado. Estas columnas continuarán promoviendo los ideales del libre albedrío de las personas y el libre mercado, los cuales son más importantes que nunca en lo que es una cultura de creciente conformidad progresista e intolerancia.

La Cultura de la Cancelación echó a andar en 2015 pero se ha hecho mundialmente famosa en las últimas semanas a raíz del salvaje asesinato del afroamericano George Floyd a manos del policía blanco Derek Chauvin, que aprisionó su cuello contra el suelo con la pierna durante 8 minutos y 46 segundos. Ocho minutos y 46 segundos en los que la víctima advirtió que no podía respirar no menos de 30 veces. Lo que empezó siendo una iniciativa en principio loable por la muerte del vecino de Minneapolis ha acabado degenerando en la modita de derribar, pintar o vandalizar estatuas de los padres fundadores de esa democracia por antonomasia que son los Estados Unidos, Washington y Jefferson principialmente, o en el colmo de la paradoja, las que recuerdan a Abraham Lincoln, ¡el presidente que abolió la esclavitud! Igualmente alucinantes son los ataques a estatuas dedicadas al político más grande de todos los tiempos, Sir Winston Churchill, el hombre que de la mano de Eisenhower derrotó al satán nazi. O sea, un demócrata con todas las letras, mejor dicho, un DEMÓCRATA en mayúsculas.

Sin embargo, el que más veces ha visto caer al suelo su figura no es otro que Cristóbal Colón, el empleado de los Reyes Católicos que descubrió América y que más que un conquistador se desempeñó como un explorador. Su primera proeza, que le hace merecedor de una y mil estatuas, consistió en una cosa que como todo el mundo adivinará es menor: atravesar el Océano Atlántico hace 528 años, que se dice pronto. Este genovés para la historia dio el banderazo de salida a la gesta de modernizar civilizaciones como la azteca o la inca que, entre otras lindezas, practicaban la antropofagia, que es como se llama elegantemente al canibalismo, o la aberrante pederastia.

El caso es acabar con el statu quo, ya sean símbolos nacionales, morales o intelectuales, para imponer el fascismo de izquierdas. Intentar interpretar hechos de hace cinco siglos con criterios de hoy es una descontextualización, una imbecilidad como otra cualquiera, básicamente, porque borrar nuestra historia no reforma el presente ni mucho menos altera el pasado. Por esa regla de tres habría que dinamitar las pirámides, puesto que se levantaron con mano de obra esclava; Machu Pichu o la Casa Blanca, porque ocurrió tres cuartos de lo mismo; el Coliseo Romano, porque en él se tiraba ad bestias a los cristianos a los leones; o incluso la mismísima basílica de San Pedro en el Vaticano, porque cuando se erigió, la Inquisición hacía de las suyas en toda Europa en general y en España muy en particular.

Lo que subyace en el fondo de toda esta preocupante coyuntura es la dictadura de lo políticamente correcto en el mundo, que no siempre, ni mucho menos, es lo políticamente correcto. Un virus cultural-filosófico-político-intelectual que ha llegado a España, espero que no para quedarse, por obra y gracia de esos medios de comunicación que en nuestro país sufren el mayor desequilibrio izquierda/derecha de todo el mundo occidental (80%-20%). Matizo: extrema izquierda/centroderecha. No está de más tener permanentemente presente que la inmensa mayoría de los medios de izquierda está en manos podemitas, mientras los de derechas están todos alineados con el PP o con lo que queda de Ciudadanos y prácticamente ninguno, salvo Intereconomía, con Vox. Que el 80% de esa opinión publicada, que antes o después termina siendo la opinión pública, sea cortijo de la extrema izquierda nos debería invitar a reflexionar como nación y como democracia.

El problema es que el gran partido de la oposición, que es por otra parte el que mejor ha gobernado proverbialmente este ingobernable país, padece una tara en el ADN que le lleva a acabar aceptando las ideas del oponente… ¡y encima pidiendo perdón por haber osado pensar lo contrario! Ha ocurrido con la aberrante Ley de Memoria Histórica, que olvida el nada insignificante hecho de que la Guerra Civil fue una guerra de malos contra malos; con los impuestos; con ETA y más concretamente con esa excarcelación de ese Bolinaga al que Satanás tenga en su gloria; con la Educación en comunidades autónomas como Cataluña, País Vasco, Comunidad Valenciana o Baleares, donde no sólo se enseña a odiar a España sino que se prohíbe a los padres elegir la lengua vehicular; con esa política de publicidad institucional —costumbre que habría que abolir— en la que se premia a los medios enemigos y se castiga a los amigos; con esa inmigración ilegal que nos trae entre otros el barco Open Arms financiado por Soros; e incluso con la crítica a un Gobierno que ostenta el récord mundial en muertos per cápita por Covid-19 y que en estos momentos acumula ya más rebrotes que ningún otro lugar del planeta excepción hecha de la Rusia putiniana.

Uno de los paradigmas de la complejitis de la derecha oficial española, cosa bien distinta es la derecha real, lo padecimos en OKDIARIO en carne propia. Cuando hará cosa de un año nos facilitaron las fotos del despachazo del delincuente Iglesias en el Congreso de los Diputados, las publicamos, como es nuestro deber y como haríamos con cualquier otro megalomaniaco que despilfarra con cargo a nuestros impuestos. La Asociación de Periodistas Parlamentarios salió al quite como si les fuera la vida en ello pidiendo la expulsión del periodista firmante de la noticia, Segundo Sanz, tal y como había planteado el ahora vicepresidente segundo del Gobierno. La Mesa se reunió con una celeridad inusitada para hacer realidad los deseos del macho alfalfa. Cuál sería nuestra sorpresa cuando certificamos que la tarjeta roja a Segundo Sanz fue secundada por la popular Ana Pastor y su correligionario Adolfo Suárez, que manchó con este episodio la memoria de su gran padre. Afortunadamente, el pensamiento único no ha llegado al Tribunal Supremo, que en una resolución a favor de la libertad de expresión revocó de cabo a rabo la decisión de la Mesa y nos devolvió al lugar del que nunca deberíamos haber salido.

Otra prueba del algodón la tenemos con el caso Villarejo. Cuando hará cosa de un año el quinqui de Pablo Iglesias pidió que me echasen de todas las tertulias en las que participo —sólo le faltó exigir la hoguera para mí—, la izquierda mediática y política le jaleó. La derecha calló con esa cobardía que se ha convertido en la marca de la casa. El chepudo secretario general de Podemos basó la campaña de las generales de abril en la “implicación de Inda en la organización criminal de Villarejo”. Nuestro único delito consistió en haber publicado en 2016 el chat de la cúpula morada en el que su ultramachista caudillo aseguraba que le encantaría azotar a “Mariló Montero hasta que sangre”. Ahora que se ha demostrado que nosotros obramos profesionalmente, que él mintió al juez y fabricó delitos contra mí, el centroderecha calla como callaba la mayor parte de la sociedad alemana durante los peores años del nazismo o como miró durante décadas hacia otro lado la sociedad civil catalana durante la aparentemente democrática y en el fondo totalitaria era pujoliana. Tampoco dijeron ni mu cuando este marzo, en el lapso de 48 horas, apenas una semana antes de decretarse el estado de alarma, Iglesias e Irene Montero reclamaron golfamente la cárcel para mí.

Basta ya de buenismo y de tontismo. Cada vez que llega la izquierda al poder se carga lo hecho por la derecha, sea bueno, malo o regular. Cuando es la derecha quien regresa a Moncloa mantiene todas las decisiones anteriores por muy bestias o antidemocráticas que sean. No me gusta Donald Trump porque es populista y porque sus buenas decisiones, especialmente en materia económica con los mejores resultados en empleo de la historia y el mayor crecimiento en 20 años, quedan eclipsadas por sus payasadas, sus tics chulescos y su permanente conflicto de intereses. Pero me quedo con un pasaje del discurso que pronunció a las faldas del Monte Rushmore el pasado 4 de julio:

—En las escuelas, en las redacciones de los medios, incluso en las salas de juntas de las empresas, existe un nuevo tipo de fascismo de extrema izquierda que exige lealtad absoluta. Si no hablas su idioma, acatas sus rituales, recitas sus lemas y obedeces sus mandamientos, serás censurado, desterrado, incluido en la lista negra, perseguido y castigado—.

La verdad es la verdad, la diga Donald Trump o su porquero. Liberémonos de una vez de la complejitis. Que ya va siendo hora. Que como decía el ahora mancillado Winston Churchill, la democracia liberal “es el peor sistema de Gobierno, exceptuando todos los demás”. Defendámosla con la fuerza de la razón antes de que los apóstoles de la razón de la fuerza acaben con ella. Más allá de la obvia lucha contra la pandemia, ése debería ser nuestro reto para la próxima temporada.

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