Sánchezcracia
España figura entre los países donde la democracia está retrocediendo. Desde que comenzó el brote de coronavirus, la situación de la democracia y los derechos humanos ha empeorado en 80 países, dice Freedom House. Los gobiernos han respondido a la crisis lanzándose al abuso sistemático del poder, silenciando a sus críticos y debilitando instituciones importantes, socavando los propios sistemas de rendición de cuentas necesarios para proteger la salud pública. No hace falta irse a Camboya o a Sri Lanka, dos países que distan a miles de kilómetros de España, para observar como a este gobierno, por ejemplo, le da igual modificar una ley para sabotear el equilibrio tradicional de fuerzas que hasta ahora evitó que la justicia se convirtiera en títere del poder ejecutivo.
Durante más de 40 años España había avanzado sobre la concepción compartida de que nuestra evolución no estaba sujeta a nadie más que a los españoles en su conjunto. Hasta que llegó Sánchez y sus caprichos de señor único, ajeno al consenso político, para practicar un juego de suma cero, una actividad donde él siempre gane y sus adversarios pierdan, sean despreciados y ‘escrachados’.
Su aspiración máxima es ejercer un control autocrático del país como una especie de acto democrático. Es la deriva autoritaria a la que se aproximan muchos países con la excusa de la pandemia. Como hizo Octaviano, antes de ser Augusto, que pensaba que la libertad era sinónimo de ausencia de injerencias y agitación, Pedro Sánchez asestó este viernes un puñetazo en la mesa por sus tanates para encerrar en sus casas a millones de personas. Instalado en la teoría del caos que deja todo al albur de lo impredecible, trata de sorber y soplar a la vez. Por un lado, mano de hierro hacia los derechos individuales de miles de madrileños y, por el otro, una muy poca creíble disposición al diálogo.
A Sánchez no le importa cambiar la libertad de los individuos por la seguridad de su régimen autocrático, un régimen donde un ejército de corifeos colme sus ansias de megalomanía, empezando por las tribunas parlamentarias del poder legislativo y acabando en los estrados del poder judicial. Un régimen donde los ciudadanos se olviden de sus derechos y abracen el poder de un solo hombre en una sola institución.
El camino emprendido por Sánchez de coquetear con políticas y políticos radicales, el empleo de métodos que superan las barreras del comportamiento político aceptable, su falta de acción para buscar consensos que han dotado de tanta estabilidad durante más de cuatro décadas a los españoles demuestra que le importa bien poco el daño infligido a la democracia española. El modelo de España de Sánchez es el mismo con el que el socialismo nos ha mortificado a lo largo de la historia: la creación de una red clientelar a golpe de subvenciones y ayudas públicas asentada sobre la idea de que él es el único garante de seguridad para los ciudadanos. A cambio, repito, los españoles deben ponerse a sus órdenes y no añorar sus libertas.
La historia de Roma -escribe Edward J. Watts en su magnífica obra ‘República mortal: cómo cayó Roma en la tiranía’- nos enseña que las democracias viven o mueren en función de las decisiones de quiénes están encargados de custodiarlas: si los ciudadanos miran hacia otro lado para no querer ver que su líder político actúa con un comportamiento corrosivo, entonces la democracia está en peligro de muerte. Es lo que hizo Octaviano en el siglo I aC y Pedro ‘Augusto’ Sánchez pretende ahora emular.
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