La libertad de expresión es golpista
Caminamos imparables hacia la dictadura soñada por Sánchez: callada, silenciada, apoyada desde ciertos medios de comunicación y con la población a otra cosa. Si alguien todavía cree que el derribo del orden constitucional se hará como antaño, bajo el yugo de las botas militares y no con la excusa de los votos anestesiados, es más ingenuo, ingenua o ingenue de lo que imaginamos.
Tenemos a un Gobierno que legisla contra la mitad de la población, somete la ley a dictados y caprichos personales, insulta y acosa al que piensa diferente, retuerce el Estado de derecho a conveniencia, protege a los delincuentes, parasita las instituciones con amigos y allegados, y empobrece al pueblo, que no puede permitirse comprar o alquilar una vivienda o acceder a los alimentos básicos. Y si alguien protesta o se moviliza contra esta decadencia política, institucional, moral, social y económica, lo califican de golpista.
Lo preocupante del asunto es que la izquierda ya replicó esta estrategia antes. Tanto los mensajes lanzados como las acciones emprendidas. Concretamente, entre 1934 y 1936, el periodo previo al conflicto más oscuro y siniestro de nuestra historia y que ahora el sanchismo pretende repetir y revertir. De ahí su manoseo constante al pasado y su obsesión con reescribir lo que sucedió para ajustarlo a sus sesgos y prejuicios ideológicos. Y si no fuera suficiente con eso, buscan protagonizar otro episodio como aquel, pero sin guerra ni asaltos, sin balas ni disparos. Desde dentro, desmontando poco a poco lo que la Transición dictó: un régimen de libertades dentro de una democracia parlamentaria.
Subvertir el Estado de derecho tiene un coste social incalculable para la salud de la nación, pero calculado desde la geometría política. Sánchez ni tiene ni aspira a tener sentido de Estado. Sólo cree en el poder y en cómo ejercerlo, contra lo que sea y contra quien haga falta. Firmar la amnistía a los golpistas separatistas, es decir, eliminar su delito, es propio de dictaduras y dictadores y provocaría que España, cuya calidad democrática es cada día peor, dejara de ser, de facto, lo que es hoy.
Los que tachan de golpista a quien se opone a esta deriva decadente son los verdaderos golpistas. El golpista es el que da el golpe de Estado y quien lo ampara, defiende, protege y perdona. Golpista es Puigdemont, golpista es Junqueras y golpista es este Gobierno que, si no tuviera bastante con legislar contra la propiedad privada y los derechos cívicos, ahora quiere prohibir también la libertad de expresión.
Por todo ello, la movilización social es más pertinente y perentoria que nunca. Pero no donde se realizan siempre, sino donde más daño haría al autócrata y sus palmeros: delante de la sede de Ferraz, ante Moncloa y los ministerios y frente a las televisiones y medios que ejercen de colaboradores necesarios y predicadores de mensajes subversivos al orden legal y constitucional. Y esa movilización de españoles cansados de tanta inquisición progresista debe ser liderada por la oposición, que primero tiene que organizarse entre ella, pero sin patrimonializar el objetivo final de sacar al pueblo a la calle.
Sin siglas ni apriorismos ideológicos o políticos: por y desde la sociedad civil: y que se unan asociaciones de magistrados, organizaciones empresariales y de autónomos, medios de comunicación libres, en definitiva, ciudadanos con sentido común hartos de este expolio a la razón y la libertad. Todos unidos contra esta dictadura silenciosa que Sánchez y el sanchismo desean implantar y que están a una amnistía de conseguirlo.
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