Claro que hay malos empresarios, pero los menos
Mi amigo, el ilustre economista Emilio Sáinz de Murrieta, ha tenido el detalle de leer mi columna del pasado lunes en la que trataba de explicar cuál es el objetivo de cualquier proyecto empresarial, que no es otro que el de prestar servicio a la sociedad y contribuir al bien común en la espera de un rendimiento capaz de retribuir adecuadamente a todos los protagonistas del empeño. El gran Emilio me escribe el siguiente comentario: «Es verdad que los márgenes de las empresas de distribución son estrechos y que la competencia en el sector es feroz. Sin embargo, hoy estoy muy cabreado. Me he enterado de que a un pobre chaval colombiano de 23 años le hacen trabajar por 25 euros en negro 12 horas al día repartiendo y me he enterado también de que una tiendecita menor ha subido los precios de ciertos productos un 50% cuando es realmente imposible. Tengo unos amigos que tienen un pequeño naranjal en Valencia que heredaron de sus padres, les pagan a 0,25 € el kilo de naranjas, ¡vete a la frutería y mira a ver cuánto te cobran a ti! Yo creo que esa cadena es francamente ineficiente, pero es que sinvergüenzas los hay en todos los sitios. Tanto entre los trabajadores, como entre los empresarios».
Esta última afirmación me parece una verdad ineluctable. La naturaleza humana es así. A veces impetuosa, impredecible, pero creo que con tendencia a alcanzar la verdad y el bien. Lo que trataba de explicar a principios de esta semana es que, por fortuna, todavía son mayoría los buenos hombres de negocio, y que, en cualquier caso, el empresario -o mal llamado empresario- que busca el enriquecimiento rápido a cualquier precio, muchas veces incurriendo en el abuso con sus proveedores o sus trabajadores, o sencillamente incurriendo en el fraude y la ilicitud socava el fundamento básico de lo que cabalmente debe entenderse como una empresa.
Esta clase de comportamientos me recuerdan a mis comienzos como periodista, en los que pude comprobar actitudes poco correctas de gente bien, formando que por razones espurias sucumbió a la tentación de ganar cuanto más dinero mejor sin pararse en barras. Mi opinión es que, si bien el objetivo financiero de una empresa es la maximización del valor de sus acciones, dicho propósito debe estar supeditado siempre al fin primordial, que es generar riqueza no de cualquier manera, sino sirviendo a la sociedad, ofreciéndole los mejores productos y servicios al menor precio posible, lo cual se producirá inevitablemente cuanta mayor competencia haya, así como menos intervención pública en el mercado.
En segundo lugar, la maximización del valor de las acciones hay que lograrlo mediante comportamientos que respeten en todo momento y lugar las normas éticas, algo que no parece en los ejemplos de los que habla mi amigo y con el que todos nos topamos a diario. Decía que en los tiempos en los que ejercía el periodismo de trinchera, ciertos analistas financieros y consultores empresariales inventaron y vendieron con éxito la teoría según la cual el único fin de la empresa es crear valor para el accionista. Pero esta teoría siempre fue falsaria. Y sirvió en su momento, y quién sabe si todavía sigue pasando en algunos casos, para que gestores desprovistos de criterios morales hayan ignorado e ignoren que el valor de mercado de una acción no puede ser otro que el valor actual del flujo de beneficios esperados a lo largo de un horizonte dilatado; y eso descontado el coste del capital, que viene determinado por la rentabilidad que los accionistas esperan obtener de su inversión. Pues bien, en contra de este principal aserto, aquellos o algunos de los actuales gestores sin escrúpulos han preferido dedicarse a manipular resultados y expectativas, no sin la connivencia de ciertos analistas y bancos de inversión, todos ellos empeñados en una cotización ficticia de los títulos en bolsa de la compañía.
Entonces, en mis años mozos, el motivo es que parte de la retribución de los ejecutivos y acompañantes en la aventura de riesgo dependía del valor que alcanzasen las acciones, de acuerdo con los planes de stock options de aquella época, que siendo un correcto modo de lograr que el propósito de los gestores coincidiera con el interés de los accionistas acabó siendo deformado, dando lugar a abusos escandalosos. A lo largo de mi vida profesional he conocido a muchos empresarios. Todos ellos me han parecido seres excepcionales. Hechos de otra pasta. Gente en muchos casos que, habiendo fracasado repetidamente, ha sido capaz de levantarse de la lona e iniciar de nuevo el combate. Me encuentro entre los convencidos de que el empresario nace, no se hace. Y también, contra lo que piensan muchos de mis amigos desconocedores de estas cuitas, que el trabajo no es una característica exclusiva de las personas que prioritariamente llamamos trabajadores, ya que el empresario trabaja, y mucho, en la labor de dirección, sacrificando en la mayoría de las ocasiones la atención a la familia para perseguir sin desvelo el éxito de la última idea que ha concebido, que tiene poco que ver con el dinero que acabe ganando o el patrimonio que vaya acumulando, en caso de que todo vaya sobre ruedas. Que tiene que ver con que los clientes estén contentos, los trabajadores también y los accionistas vean recompensadas sus expectativas.
Por eso detesto a los malos empresarios. A los que abusan o delinquen, a los que tan poco respeto tienen por este ejercicio tan noble sin el que no sería posible que los países alcanzaran la prosperidad y la gloria. Por eso mismo detesto a los gobiernos como el español de Sánchez que los ponen a diario en la picota, en lugar de situarlos en lo más alto de la pirámide colectiva, como el ejemplo social por antonomasia.
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