Opinión

A Cayetana, agüita clara

Hoy hubiera cumplido 96 años. En ella no se cumplían los arquetipos de una aristocracia carcomida que languidece en un mundo que está, si no esfumado, a punto de hacerlo. No sólo escribió con sus actos un capítulo de la historia, realidad que le venía de cuna sin más, sino que lo subrayó de rojo y rosa, asegurándose de que nadie se olvidara jamás de ella. María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart, XVIII duquesa de Alba, fue un personaje proustiano, efigie de una época.

La contundente aristócrata -cuyos pormenores históricos les voy a ahorrar, pues pueden ser febriles por reiterativos- era una apasionada del adobo y la compostura meticulosa, de la gracia, la palabra justa y del desparpajo. Estas cualidades las entendía como lunares pintados junto al hueco de la barbilla o al ladito de un ojo, como una cabellera teñida de escarlata y espolvoreada de oro, o como una capa de polvos de arroz blanqueando unos hombros; en otras palabras, menos poéticas, como retoquitos de arte sobre la naturaleza, como arreglitos picantes para el guiso de todos los días, unos subrayados en fosforito en el sermón del cura en la misa diaria al atardecer. Su esencia se sumergía en los perfumes de las personas con estas cualidades, de escandalosa creatividad, cayendo rendida a sus encantos, incluso voluntariamente.

Daban igual sus profesiones, orígenes o modales: el arte, ante todo. Y así queda perpetuado en el tiempo, como demuestra el cartel inmenso que cuelga estos días en un céntrico espacio sevillano para conmemorar los cincuenta años de un establecimiento que ella frecuentaba. Junto a Cayetana Alba, aparecen retratados el Pali, cantaor, el rockero Silvio, Howard Jackson, que fue un vendedor de kleenex de semáforo mítico, inolvidable en la Sevilla de aquella época y, como mal menor, Rita Hayworth, la belleza animal de Castilleja de la Cuesta.

Tras enviudar dos veces, su tercer matrimonio fue con un hombre de a pie, veinticinco años más joven que ella. En la camaradería hay latente un gran factor espiritual, dispuesto a saltar y asumir una parte importante de la energía de la raza humana. Lo importante es la calidad emocional y moral de esa camaradería y ésta debió ser impecable, sin controversias a pesar de los aparentes impedimentos implícitos en aquel enlace. Me viene a la mente la novela de Thomas Mann La muerte en Venecia, en la que las distintas capas sociales se mezclan con naturalidad entre sí, estableciendo relaciones para disfrutar a diario; sin contravenir las convenciones, gondoleros, mozos de cuerda y princesas compartían inclinaciones y conciencias. Si la duquesa Cayetana decía de él que era “una perla”, Alfonso Díez Carabantes decía de ella que era “la pera”, corroborando todo lo que he escrito con anterioridad.

Se puso de manifiesto en aquel enlace el afecto de un pueblo que admiraba y adoraba a esta duquesa apasionada, porque las pasiones son una cosa natural, excesivamente natural para que no introduzcan discordancias en las distintas regiones de la belleza pura. Pocas aristócratas en la historia han tenido mayor originalidad, mayor inspiración escandalosa y espontánea que aquella Alba de Tormes. Moriría tres años después de aquel tercer enlace, también en otoño, también en Sevilla, cerrándose un capítulo en la historia de esta ciudad.

A esta aristócrata, cuyo afán era romper la corteza de la individualidad para sentirse única en el Universo, lo que más le gustaba era divertirse, para lo que requería de gente con talento. Las veces que coincidí con ella, generalmente en actos académicos, me llamó poderosamente la atención lo penetrante de su mirada. Te atravesaba, te retaba y, sin decir nada, subyugaba. A mí no, claro, menuda soy también. Aquella capacidad de observación penetrante de la que hacía gala es una cualidad esencialmente literaria. Elevándome como un águila, y demostrando que mi osadía no tiene límites, me atrevería a decir que la mujer con más títulos de Europa aceptaba las luchas de los farsantes en el circo, pero siempre que los tuviera junto a ella, sobre la púrpura de sus evidentes heridas, aplaudiendo con manos fuertes y riendo con dientes de brillos auténticos.