Opinión

Armengol: la presidenta de memoria selectiva

Francina Armengol, farmacéutica de formación y presidenta del Congreso por designación política de Pedro Sánchez, no por virtud retórica ni mérito moral, se sienta en el trono de terciopelo del hemiciclo como quien llega tarde a una función de teatro y pide perdón a media voz, sin saber ni qué obra se representa. Lo suyo no es ni Shakespeare ni Camus, ni mucho menos Jovellanos, aquel asturiano ilustre que soñó con una nación ilustrada. No. Lo suyo es otro tipo de relato, uno más sórdido: la farmacopea del poder. Pastillas para el olvido y jarabe para el cinismo.

Armengol fue presidenta de Baleares, archipiélago de muchos poetas y artistas: Miró, de Llorenç Villalonga y de Blai Bonet, y que quizá compartirían aquello de este país es una casa deshabitada. Y ella, precisamente, ha dejado demasiadas habitaciones con las luces apagadas. Su gestión como presidenta balear tuvo más sombras que la tramontana, ese viento que despeina hasta la decencia. De su mandato quedaron sospechas de contratos turbios, malas decisiones sanitarias —especialmente durante la pandemia— y una sensación pegajosa de que allí nadie pilotaba la nave.

Ahora, en su nuevo papel de tercera autoridad del Estado, se esperaba, al menos, un barniz de dignidad institucional. Pero su intervención del 7 de junio en la comisión del Senado fue digna de zarzuela menor. Aseguró no conocer a Víctor de Aldama, el empresario que orbita alrededor del caso Koldo como un satélite aceitado. La misma señora Armengol que, cuando gobernaba, firmó posibles contratos con empresas vinculadas a este entramado de mascarillas exprés, declaró ante los senadores como si estuviera explicando las contraindicaciones del ibuprofeno.

El Tribunal Supremo ya ha preguntado a la Fiscalía —esperemos que no al fiscal general del Estado— si la debe imputar por falso testimonio. Porque las mentiras tienen un precio, incluso en política, aunque a veces parezca lo contrario. El problema no es sólo sus versiones y reuniones con Aldama, sino que lo hizo con la displicencia de quien cree que el poder no tiene reverso ni castigo. Una farmacia sin receta. Una política sin ética. Una autoridad sin altura.

Y todo esto sería menor si al menos se manejara con verbo, con voz, con palabra. Pero ni eso. Su discurso de aceptación como presidenta del Congreso fue un páramo. Ni un eco de historia, ni una figura retórica, ni una apelación firme a la nación o al decoro. Ni siquiera una buena metáfora, que dirían expertos literatos, de los que afortunadamente hay muchos en nuestro país. No se le pide ser Cicerón, pero al menos que no parezca una técnica de laboratorio leyendo el prospecto de la Constitución.

Pero ella, tan digna, se parapeta detrás de Pedro Sánchez y su retórica de la cortina de humo del plan anticorrupción —esa contradicción viva—, en un PSOE que se pudre por las costuras como un traje de lino mojado.

En fin, como decía el mallorquín Joan Alcover: Es cuando duerme que el pueblo vive. Pero ahora ni el pueblo duerme ni el poder gobierna. Sólo miente. Y entre el humo de la mentira, las farmacias del poder despachan anestesia institucional a precio de saldo y que vemos como la compran los indepes desesperados.