Juan Villalonga: «No nos podemos morir en vida»
Le obsesiona "no morir en vida", mantenerse despierto, aprender, seguir en forma
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Juan Villalonga llega puntual, vestido de negro de pies a cabeza. El polo, los pantalones, la americana. Elegante. Nada desentona: ni un pliegue, ni una pausa. Se ha despertado a las cuatro y media para subirse a un avión y estar a tiempo en el plató, lo cuenta con una sonrisa leve. Transmite algo que no abunda: una forma de paz. Desde el principio queda claro que no va a presumir de nada. Dice que se hace preguntas todos los días. Y entonces comprendo que esta conversación no girará en torno a cargos ni cifras, sino a una materia más escasa, casi subversiva en tiempos de ruido: el pensamiento.
Fue presidente de Telefónica en los años dorados de la burbuja tecnológica —antes socio de McKinsey y banquero en JP Morgan—. Multiplicó por siete el valor de la compañía en bolsa y expandió su imperio por América Latina. Pese al currículum, sorprendentemente antidogmático, no se refugia en sus logros ni cae en la grandilocuencia. Prefiere detenerse. Elegir bien las palabras. Hablar, si acaso, de lo que permanece. «Lo más importante es el amor con el que uno hace las cosas». Lo afirma con esa mirada serena y gris, como si el color fuera una forma de convicción.
Detrás de esa calma hay una energía que desmiente cualquier idea de retiro. Juan Villalonga sigue siendo un hombre en marcha: conoce a fondo el arte de escalar compañías, cómo proteger infraestructuras críticas frente a ciberataques e invierte en tecnología de vanguardia —desde inteligencia artificial hasta nanotecnología aplicada a la lucha contra el cáncer—. No alardea de nada de ello —lo menciona como quien habla del clima—. De impulso. De mundo. Como escribió Pascal, «la verdadera elocuencia consiste en decirlo todo sin parecer decir nada». Eso hace.
Piensa. Escucha. Contesta. Al plantearle si tuviera que quedarse con una sola verdad sobre la existencia, no cita a ningún gurú ni filósofo. Recuerda a su madre. Entonces se entiende todo: fue ella quien le enseñó la ética del esfuerzo, la importancia de la generosidad y ese concepto casi en extinción llamado disciplina. Y cuando reflexiona sobre su mayor logro, no duda: sus hijos. Por ellos, por tenerlos exactamente como son, repetiría volver a equivocarse con sus parejas.
Le obsesiona «no morir en vida», mantenerse despierto, aprender, seguir en forma…
La conversación avanza y surgen asuntos que merecen una pausa: el ego, que ha visto arruinar fortunas y carreras. El liderazgo, la negociación como arte, el éxito. Tiene claro que no hay atajos —aunque admite haber probado alguno—, que el trabajo bien hecho gana al talento, y que las redes sociales nos están robando el valor de lo verdadero a cambio de una gratificación instantánea y vacía. Ahonda en el poder. Y en sus fallas. Lo hace sin énfasis, enunciando algo que, seguro, ha comprobado demasiadas veces.
Las frases quedan suspendidas unos segundos en el aire, como esas verdades antiguas que no necesitan firma. Nos ocupamos de Trump, de Ucrania, de Rusia y el nuevo orden mundial —acaso el viejo disfrazado—. Hablamos también del apagón energético y de futuro: de la conciencia de los robots, de longevidad, de ciencia, de aquellos españoles que merecen ser reconocidos -Amancio Ortega, Juan Carlos Izpisúa o Carlos López Otín-. Su pensamiento impresiona por su precisión. No alza la voz. No dramatiza. Piensa, y lo comparte.
Cuando le pregunto qué le gustaría que le preguntaran y nunca le han preguntado, lo tiene claro: si estaba preparado cuando le nombraron presidente de Telefónica. Luego relata aquel primer día, lo primero que hizo, qué decisiones tomó, si sintió vértigo. La respuesta no la disfraza de épica.
¿Y qué pasará con las criptomonedas, con el bitcoin? También responde a eso. Pero sin prisa. Lo esencial está en otro lugar. Lo esencial es que Juan Villalonga, que ha estado en la cima del poder, ha optado por no competir ya ni siquiera con su sombra. Ha elegido la claridad, la templanza. Ha decidido, como escribió Montaigne, «ceñirse a sí mismo».
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