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LA BUENA SOCIEDAD

Notas sobre Ramiro Villapadierna

Crecí en una familia muy europea, de una tradición histórica, formada y liberal, que perdió casi todo entre ejecutados por los republicanos y expropiados luego por Franco, pero cuyos profundos valores, menos materiales que de servicio, pensamiento y confraternidad, han entreverado mi descubrimiento, tanto del mundo como del otro; aprendiendo que el otro es un desafío pero también un complemento muy necesario, aunque hace falta deportividad para confrontarlo.

Ryszard Kapuscinsky, con el que entretuve una interesante amistad y conversaciones sobre el mundo, el hombre y el periodismo, me explicó que Herodoto viajaba a otros pueblos, no tanto para conocer sino para conocerse a sí mismo; y es que, hasta que no te encaras con el otro, el del otro lado del río, con otra lengua, el diferente a tu casa, no sabes quién eres; y durante 30 años fuera de España yo he tenido la suerte de aprender de mí con albaneses, italianos, polacos, checos, franceses, austríacos, bosníacos, húngaros, cosacos, turcos, alemanes, británicos y, por supuesto, con nuestros hermanos hispanoamericanos, esa riqueza única y cercana. Soy anti-prejuicios porque suponen vaguería mental, ahora que, como los ingleses, les reconozco el valor pragmático de que por algo existen y lo interesante es descubrir sin miedo por qué.

A todas esas gentes estoy agradecido por saber mejor quién soy y quienes somos los españoles, un pueblo al que le va mucho mejor de lo que cree y posee un bagaje que desconocemos, como hijos de papá disfrutones de lo que otros hicieron. De resultas de esta decadencia de “vieja familia”, nos hemos vuelto más llorones y menos gallardos: Hoy aceptamos la mentira y la bajeza como nunca.

Ramiro Villapadierna.

Spain no es different, como creemos sin saber; si cabe sólo teatralizamos demasiado esa diferencia, lo que nos desvertebra y nos desapega como avisó Ortega hace cien años. Tan no sabemos lo que poseemos sin haber hecho nada y que otros sí admiran, que a la presidenta de Madrid le comenté, cuando me llamó hace poco para un proyecto, que para saber lo entusiasmante en que se había convertido Madrid había que venir, como venía yo, de vivir muy a fondo una docena de capitales europeas, porque hablamos sin saber. Creo que la hora que ha sonado en Madrid es providencial y no debería ser malograda, como tantas cosas del pasado que podían ser y nunca lo fueron.

He sido observador y escuchador privilegiado de historias maravillosas, de las cortes más altas a las granjas kosovares, del Solana bebido en la victoria socialista del 82 al Solana declarando por primera vez una guerra de la OTAN; del optimismo de la caída del comunismo a los errores de autosuficiencia de los mejores preparados de Occidente; de los imparables gintonics de Boris Johnson a los cándidos ojitos de Nicole Kidman; de los primeros catedráticos de globalización de Harvard a los primeros filósofos de internet escandinavos; de los muertos en las calles de una ciudad europea al milagro en directo del nacimiento de mis hijas; de la profundidad de un jefe de Estado como Václav Havel a la inteligencia de un actor como Leo Dicaprio; de la simplicidad de un héroe frente a los nazis a la inopinada generosidad y afecto de Angelina Jolie; del trabajo denodado de embajadores y devotos cuerpos de la administración pública al buen inglés y desenvoltura de Ana Botella en la escena internacional pese a la broma; encontrar a ONGs que robaban pero también a diplomáticos aprovecharse de refugiados; de ver nacer internet y que me dijesen en España que eso no podía ser verdad, a ver a empresas españolas y a la Administración a la cabeza mundial en digitalización; de tener la mejor mujer del mundo a perderla sin saber; de ver crearse y destruirse estados de un día para otro a vivir el auge y declive de Europa como proyecto; incluído el recibir de un príncipe etíope la mejor lección sobre la admiración antes, y el desdén hoy, que causa Europa: «Europa inventó la buena educación y hoy la ha perdido, hoy ya no son admirables porque se han vuelto groseros».

Liberales eslavos, espías alemanes, princesas florentinas, bebedores polacos, traidores franceses, poetas rumanos, criminales serbios, bellas cosacas, comunistas buenos y malos, aparatchik de hierro, esposas compradas con oro en Macedonia, tangueros soñadores en Budapest, artistas fraudulentos en Austria, pobres marquesas, traficantes de visados, traficantes de uranio, curas submarinistas y monjas entregadas al necesitado.

Ramiro Villapadierna.

Héroes pacíficos y sabios como David Grossman, tras de que le mataran a su hijo, héroes despreocupados como el último comandante del alzamiento del gueto de Varsovia; o malos y malvados como Slobodan Milósevic y Vladimir Putin, que te da la mano blanda y fría como un lenguado; o tarados nacionalistas, desde Pujol a Orbán y a la sacerdotisa étnica, Biljana Plavsic, engañadores de pueblos en beneficio propio y por traumas personales de psicólogo. Y luego los intelectuales: Enormes muchos del Este que resistieron al comunismo y defraudantes y apesebrados muchos del Oeste, que ya apenas sólo siguen a sus gobiernos.

En puridad, más me ha defraudado la prensa en los últimos tiempos, porque son más los míos y la crítica, primero en casa. Sobre “cuándo se jodió el Perú” de la prensa, el bueno de Kapuczinsky decía en nuestras charlas en casa que fue «cuando empezamos a ganar dinero de verdad y dejamos de ser unos pelanas vocacionales». A Mario Vargas Llosa, quien acuñó lo del Perú así como una literatura egregia, le debo formarme como una persona más crítica y liberal, lo que es lo mismo. Su afabilidad y gallardía, su soledad contracultural frente a las modas, son inolvidables y me recordaban a Havel. Haber tenido cerca y a disposición al hispano más universal de nuestro tiempo y haber podido trabajar en la Cátedra Vargas Llosa son una huella indeleble, pese al episodio de vanitatis mundi que le tocó soportar por un rato.

Ramiro Villapadierna junto con Mario Vargas Llosa.

En tanto he dormido en la cárcel y en viejos castillos archiducales, en la cuneta de la pista del aeropuerto de Sarajevo y en los jardines de la Embajada estadounidense en Tirana. Me han detenido, interrogado y maltratado, me han disparado, casi siempre sin éxito, aunque una vez me dieron con un cohete katiusha y lo cuento porque Dios quiso. Respeto el miedo humano pero no es mi tema: De hecho creo que es un mal sustituto de la prudencia. He llorado entre refugiados y ante un violín aplastado por un carro.

Me gusta el jazz y tocar la batería, por un tiempo he pasado por experto en la vieja Europa y los totalitarismos, así como en el hispanismo, he trabajado regularmente en siete lenguas distintas y me arreglo en otras dos o tres; nunca he trabajado para ningún servicio de inteligencia, al menos conscientemente, aunque sí sabes a dónde va a parar lo que comentas cuando frecuentas a agentes en zonas calientes. Pero mejor aprender a diferenciar pronto a una aparente modelo serbia de una agente de información.

Reverte decía que cuanto más vas al frente más boletos tienes para que te den un tiro, pero viene a ser más una lotería boba: Hay colegas que los mataron el primer día de frente y a mí me cayó un cohete al segundo mes de mi primera guerra, lo que el muy cachondo matizó como que al niño del ABC le habían dado un bombazo y portada en los medios, cuando aún no tenía méritos y tenía razón. Es jorobado hacer méritos para que un día te maten, pero así es la información de guerra. Un día es así y otro te rescatan los marines de la VI Flota en helicóptero, y al aterrizar en un portaviones en cualquier lugar del Mediterráneo tardas en saber si estás preso o a salvo.

Luego dirigí varios Institutos Cervantes en Centroeuropa, que es un barco extraordinario que apenas sabe a dónde va, y te das cuenta de la envidia que causa fuera y lo anquilosado y equivocado de su rumbo: Tres décadas después de que la diplomacia sea ya eminentemente cultural, seguimos dando clasecitas a alumnos en vez de hacer política cultural en un mundo en el que, de otro modo, el español no estará en auge sino en declive. En todo caso, es una institución en que lo mejor probablemente no esté dentro sino fuera: en los colaboradores e hispanistas que la sostienen casi por amor al arte.
El viejo Anson me había mandado al gran Este a cubrir la caída del comunismo y yo le dije que Este no, que aquello era la vieja Centroeuropa austrohúngara, congelada en el tiempo por el telón de acero y la grisura policial, esto es, devaluada pero una vieja gran cultura en sí, y Anson sabiamente entendió que aparte del fin de una dictadura allí había la emergencia de una nueva vieja Europa. Era el mayor acontecimiento periodístico europeo de nuestro tiempo y sólo él lo entendió y abrió una oficina centroeuropea para contarlo, caso único en la prensa española, si exceptuamos al viejo infiltrado Estarriol, de La Vanguardia. Hermann Tertsch, entonces el mejor de todos, propios y ajenos, y que se lamentaba por las esquinas de la ceguera de El País, decía con sorna que el comunismo lo habían derribado Reagan, Wojtyla y Ricardo Estarriol. También “el poder de la verdad, de decir la verdad frente a la mentira oficial, hasta que la mentira oficial se avergüence”, como me recordaba el escritor y presidente checoslovaco Václav Havel.

Ramiro Villapadierna.

Por todo ello soy tradicional pero inconformista: Lo primero porque la tradición es la ciencia democrática de la larga cadena de conocimiento de los usos y costumbres; y lo segundo, porque creo que estamos llamados a participar y seguir mejorando todo. Porque sólo es realmente tuyo lo que has hecho tú: El que conquista la libertad y la democracia, siempre las defenderá más que el que nació como usuario de ellas; los fundadores de la Unión Europea la defendieron mejor que los que nos beneficiamos de ella sin saber más.

Ese egregio europeo, más allá de partidos y naciones, que fue Otto de Habsburgo, el hijo del último emperador europeo, me decía algo para no olvidar hoy: La Unión Europea, que soñó por primera vez Carlos V hace 500 años, hay que defenderla cada mañana porque puede desaparecer antes de que nos demos cuenta. A diferencia de los mercantilistas y británicos, el archiduque sostenía que Europa no podía dejarse en manos de economistas -en realidad ningún futuro debería caer en manos de esos esotéricos- sino que era un proyecto de convicción y determinación política: “Hitler nos enseñó que la mejor economía y sociedad las hunde un mal político. Pero una buena política no la hunde una mala economía”.

Es la idea de quién eres y de lo que quieres ser; algo que viniendo de fuera choca mucho en España: tenemos una idea atrabiliaria de nosotros y un sobrecogedor cortoplacismo sin plan. Parecemos una vieja familia decadente que no sabe lo que tiene ni de dónde viene, y que a ratos tanto se acompleja como se ufana; que disfruta como usufructuaria desidiosa, y no como activa creadora, de una extraordinaria herencia que no sabemos cómo se mantiene ni cuánto durará, pero nada hay que no solucione otra ronda de cañas.

Esto reza igual para el extraordinario activo que es el español y la imagen cultural de España en el mundo, que no entendemos y malbaratamos, sea la derecha o la izquierda, sea el Cervantes, AECID o el Ministerio de Exteriores, con una pavorosa falta de política cultural, sea interior y cohesiva, como exterior y expansiva, por parte de España en su conjunto y de una derecha sin proyecto cultural en particular.

Bailo tango, regularmente, como si fuera mi yoga y mi meditación a la vez. Una milonga de cuatro horas es como un mapamundi del ser humano. Cuando antes me preguntaban por lo más fuerte de mi vida, hablaba del impacto de la guerra y la bestialidad que subyace, un milímetro por debajo de nuestra piel civilizada. Una bestia que, bajo el manto de ese gran pack de ética cristiana y moral burguesa, puede emerger de inmediato en cuanto te cortan el agua del edificio, que es una metáfora de cuando te quitan la libertad: No valoras el agua corriente ni la libertad hasta que te la quitan.

De la guerra aprendí que estamos siempre a 24 horas de convertirnos en bestias con el vecino y de hurtarle un bocado a tu madre. Pero ahora cuando digo esto, lo hago para soslayar que el mayor impacto de mi vida, tras del alumbramiento de mis hijas y más que aquel malhadado cohete, es cuando el tango entró y volteó mi vida interior: el tango es la mejor prueba de que todo el cuerpo piensa, no sólo el cerebro, que a veces ni siquiera es el que mejor piensa. El tango te hace sentir al otro y pensar el mundo de un modo nuevo.