Crónica post-verano en Mallorca: las fiestas que no fueron
Mallorca se despide del verano con un sabor extraño, como un cóctel servido sin la aceituna que lo corona. Vaya horterada acabo de coronar para los restos. El calendario social prometía noches largas, veladas en jardines secretos y esa sucesión de fiestas que cada julio, agosto y septiembre convierten la isla en escenario de película. Pero este año, queridos lectores, la función no se representó o fue ligeramente distinta porque no está el horno para bollos.
Obviamente los antídotos de la izquierda, que es la más nazi que he conocido en mi larga vida. Oigan, no se ofendan, es la única forma de responder a los que llaman fachas a los que no piensan como ellos. Pues miren seré todo eso y más a medida que nos impongan banalidades como el cómo hay que vestir, pensar y actuar para ser un buen ciudadano quejica, que además no para de recibir ayudas de todo tipo. A un ciudadano como yo, casi normal y corriente aunque sé que soy especialito, no le han dado una ayuda jamás, ni he cobrado paro en la ya larga y más que demostrable vida laboral, como a millones de españolitos muy orgullosos de serlo.
En medio de este desconcierto hay que ser un buen ciudadano, seguir en la elegante tradición del buen recibir y mejor comer, que sólo rivaliza con los italianos. Por eso, este verano ha sido el mejor de nuestras vidas. Hemos echado de menos a Cristina Macaya y sus grandes fiestas, a Ceci Sandberg y su fantasía, a Juanan Horrach, que siempre llevo a cuestas su honradez cargada de modernidad. A Diana Zaforteza, junto a la que vivimos momentos únicos, era una princesa macarra cultísima. Mi otra hermana. Nos ha faltado la fiesta de verano de Maite Arias, de las Spínola y no sigo pero tras esas faltas hay mucha generosidad fascistoide. Este verano por fin me he dado cuenta de que estoy hasta las narices operadas por el mejor, Javier Beut. El gran señor de la medicina estética. En fin, que casi no le he visto este año en el que cuenta que la bellísima Natasha Zupan se ha ennoviado con el señor de Miramar y Sa Foradada. Echamos de menos sus looks maravillosos una noche sí y otra también.
Los vestidos permanecieron en sus fundas de seda, los esmóquines en el armario y las copas de champán apenas tintinearon en reuniones discretas. Donde debería haber habido orquestas y mariachis improvisados, reinó el murmullo de conversaciones privadas, más íntimas que nunca, como si la sociedad mallorquina hubiera decidido guardar sus secretos en un suspiro. Siempre ha sido así.
Ni grandes recepciones en palacetes iluminados, pero sí verbenas desbordadas en las plazas de los pueblos. Las fiestas, sencillamente, fueron. Y sin embargo, como suele ocurrir en Mallorca, el glamour encontró su camino: cenas reducidas al calor de la amistad, paseos por Deià a la luz de la luna y la promesa, siempre latente, de que lo mejor está por venir.
Mallorca, incluso en modo reinvención, sigue siendo un escenario de lujo. Pero este año, en lugar de crónica social, hemos tenido crónica íntima. Y quizás, después de todo, no es tan mala sustitución: menos fotos de protocolo, más recuerdos que quedarán grabados en la memoria. Y no sólo en Instagram, y que Dios y la Virgen nos cojan preparados para vivir el mejor otoño de nuestras vidas de fascistas pagando impuestos para que el presidente viva mejor que el Rey. De España. Al que me vuelva a llamar facha o le planto un histórico sopapo o le invito a un cava en copas tintineantes.
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