El viaje al futuro de Sánchez se llama Franco
La Transición no fue precisamente un camino de rosas. Adolfo Suárez tuvo que hacer el paseíllo entre un ruido de sables infernal a su derecha y la palpable amenaza de una izquierda que veía la muerte del dictador como una ocasión que ni pintada para ganar la guerra que perdió. Un ejercicio de funanbulismo que salió razonablemente bien pese a que los boletos para el fracaso eran muchos más en la tómbola de la democratización tras 36 años de oscuridad. El nunca del todo aclarado 23-F, protagonizado por la mano izquierda (Alfonso Armada) y la mano derecha (Jaime Milans del Bosch) del Rey, fue el último intento por revertir un proceso que nos aproximaba a los sistemas que anhelábamos ser: el estadounidense, el francés, el inglés o el alemán.
Aún recuerdo cómo en la washingtoniana Universidad de Georgetown me felicitaban hace dos décadas largas por el éxito de nuestra Transición. Nos veían como un ejemplo de lo que debían ser los nuevos tiempos en naciones que llegaban tarde a la democracia. Países como Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia, República Dominicana y tantos otros siguieron al pie de la letra el guión diseñado y ejecutado por Adolfo Suárez en España y hoy día son democracias con las mismas garantías o casi que cualquiera de las vigentes en Europa.
La Transición se forjó sobre las renuncias mutuas. De un lado, los militares se tuvieron que someter al poder civil (como no podía ser de otra manera) y de otro la izquierda, comandada por el asesino de 6.000 personas en Paracuellos Santiago Carrillo, se comprometía a luchar en las urnas y no en las calles. Suárez, al que forzaron a dimitir los sectores más ultras del Ejército (dicen que pistola en mano), fue el artífice de poner de acuerdo a los sectores más extremos que casi cuatro décadas antes habían luchado a muerte en una cruel guerra de malos contra malos que dejó doscientos y pico mil muertos.
La mano izquierda del derechista Suárez nos ha regalado 40 años de prosperidad, libertad y modernidad. Dejamos de ser ese país retraído, ensimismado, proteccionista y autárquico para convertirnos en la envidia de medio Occidente y parte del otro. La clave del Pacto de la Transición consistió en el perdón mutuo y en mirar hacia adelante. Que, como diría aquél, agua pasada no mueve molino. Hasta el mejor escribano echa un borrón y Suárez no iba a ser menos. La Transición sólo contuvo dos errores: la transferencia de la Educación y la de la Sanidad. Estropicios que a día de hoy pagan los padres catalanes, vascos, gallegos, valencianos y baleares que no pueden elegir en qué lengua se educan mayormente sus hijos. Y que sufrimos todos cuando nos trasladamos a una comunidad que no es la nuestra, queremos hacer uso del sistema público de Salud y nos ponen tantas pegas como si estuviéramos en Noruega, Italia o Austria.
La Ley de Memoria Histórica reabrió heridas perfectamente suturadas y donde no había un problema se generó un problemón
El resentimiento de un idealista José Luis Rodríguez Zapatero cuyo abuelo fue fusilado por las tropas franquistas se cargó de un plumazo el Pacto de la Transición. La Ley de Memoria Histórica, que olvida que la Guerra Civil fue una contienda en la que no había buenos, reabrió heridas perfectamente suturadas casi tres décadas antes. Donde no había un problema se generó un problemón. Las dos Españas desenterraban de nuevo el hacha de guerra. Pedro Sánchez, al que le importa un pepino el franquismo porque su única obsesión es el poder, tomó el testigo de Zapatero convirtiendo la exhumación de la momia de Franco en su gran proyecto de futuro para España anteponiéndolo al paro, el agotamiento de la Seguridad Social, la desintegración territorial o esa inmigración ilegal que se ha multiplicado por dos desde su llegada.
El entierro de Franco no era, no es y no será ningún problema para la absolutísima mayoría de los españoles. Doscientas mil personas (ni el 0,5% de la población) acuden cada año al Valle de los Caídos, situado a 50 kilómetros de la capital de España, a rendir culto al sátrapa. Un sátrapa que fue enterrado allí no por voluntad propia sino a instancias de Don Juan Carlos, que consideró que era la mejor ubicación posible por razones que él y pocos más conocen.
Tan obvio es que simbólicamente no era el mejor lugar para enterrar a Francisco Franco como que pragmáticamente era el más adecuado. La obsesión de Pedro Sánchez por pasar a la historia como el personaje que sacó a Franco del Valle de los Caídos sólo se entiende por su indisimulado objetivo de triturar a Podemos y convertir al partido del chavista Pablo Iglesias en una anécdota de la historia. Que ése y no otro es el objetivo último de este intento de vengar la suerte de una guerra fratricida. El drama es que, en el mientras tanto, entierra ese Pacto de la Transición que tan bien nos ha ido.
Tocar a los muertos, por muy malos que fueran en vida, da mal fario. No me pregunten por qué pero es algo que normalmente termina entre muy mal y peor. La Maldición del Faraón es un ejemplo de libro de lo que estoy hablando: prácticamente todos los egiptólogos que osaron profanar la tumba de aquéllos reyes acabaron espichándola poco tiempo después en circunstancias trágicas. Dicen que el descubridor de la momia de Tutankamón, Howard Carter, se encontró una leyenda que textualmente advertía del peligro: «La muerte golpeará con su miedo a aquél que turbe el reposo del faraón».
La “Maldición de Francokamon” de la que habla Federico Jiménez Losantos se está cumpliendo. Afortunadamente, el presidente okupa no ha muerto pero desde luego se está topando con más problemas de los que sospechaba cuando prometió que “antes de agosto de 2018” echarían al tirano de Cuelgamuros. El primero fue la genial vendetta de la familia, que propuso llevar a su abuelo al panteón que poseen en La Almudena, en pleno centro de Madrid, a 50 metros escasos de esa Plaza de Oriente en la que el ganador de la Guerra Civil arengaba a las masas.
Sánchez se ha metido en un lío al emplear fraudulentamente la figura del decreto ley para tramitar la exhumación del dictador
El segundo han sido las resoluciones judiciales que niegan la licencia de obras para desenterrar el cadáver. Por no hablar de los líos que se le vienen encima a un Gobierno que ha empleado fraudulentamente la figura del decreto ley para tramitar la salida de los restos mortales. Conviene no olvidar que la Constitución reserva su aplicación para episodios “de urgente y extraordinaria necesidad”. Por ejemplo, una tragedia o una situación económica límite. ¿Es extraordinariamente urgente desenterrar a un tipo fallecido hace 43 años y medio? Salvo que sepamos que va a a resucitar, dar un golpe de Estado e instaurar una dictadura, que no parece que sea el caso, no sé dónde está la urgencia.
Pedro Sánchez se pasa la ley por el forro de sus caprichos, como acertadamente titulaba ayer nuestro editorial. Usando el decreto ley pero también hurtando a la familia el derecho que le asiste a elegir el lugar de inhumación posterior. La normativa de la Comunidad de Madrid es inequívoca al respecto. Por no hablar del chusco desafío que supone fijar una fecha, el 10 de junio, cuando el Supremo advirtió al Ejecutivo que no podía dar un solo paso al respecto “hasta que esta Sala [la de lo Contencioso-Administrativo] se haya pronunciado”.
La ley se la refanfinfla a este Gobierno que es Gobierno gracias a golpistas, proetarras y comunistas bolivarianos. Así es este Sánchez que dirige España como si fuera un cortijo, con decisiones que ni el Felipe González de los 202 diputados se atrevió a tomar por aquello del imperio de la ley. Lo peor de todo no es la anécdota de la exhumación del dictador sino la categoría de lo que esta medida representa. Ni más ni menos que la resurrección de las dos Españas que hace 200 años reflejó Francisco de Goya en su memorable Pelea a bastonazos. Darle puerta a Franco pero mantener las calles, las estatuas e incluso los estadios a asesinos de la talla de Carrillo, Pasionaria, Largo Caballero, Companys o algunos etarras es el camino más corto y desgraciadamente seguro al enfrentamiento civil. Los que sólo creemos en la Tercera España de Ortega, Madariaga, Marañón, Menéndez Pidal y el propio Adolfo Suárez estamos temblando ante semejante irresponsabilidad y tamaña ilegalidad. Estas armas las carga el diablo y luego pasa lo que pasa.
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