Sánchez, los empresarios y el pueblo
El Gobierno socialista no conoce límites a la hora de socavar el mercado y la libertad de empresa
No tengo sentimientos encontrados sobre el personaje inquietante y siniestro que nos gobierna. Es el más divisivo, sectario y déspota de todos los presidentes desde que se instauró la democracia. Sí los tengo, en cambio, sobre la manera en que los súbditos bajo su bota estamos poco a poco acostumbrándonos a sus malas artes y contemplamos como sucesos ordinarios la colonización imparable de las instituciones y la destrucción del juego de pesos, contrapesos y finalmente equilibrios que constituyen el nervio de toda sociedad abierta y moderna.
Un amigo que se dedica a la consultoría y tiene acceso a algunos de los principales ejecutivos del país me confiesa que los empresarios están hartos del Gobierno, refutan por completo su crédito y parecen dispuestos a enfrentarse con contundencia en el caso de que haya nuevas medidas punitivas y contrarias a sus intereses. Sería una bendición asistir a un acontecimiento tan luminoso, pero soy escéptico por naturaleza.
Los empresarios llevan tiempo deslomados a impuestos, regulaciones inicuas y sometidos a unas obligaciones extemporáneas, sólo teóricamente concebibles en una mente tan perturbada, y en estos momentos, sacudida por el fracaso de su invento político, como la de la vicepresidenta Díaz. Irónicamente, esto es lo que les dice Sánchez cuando recibe por separado a los grandes directivos en la Moncloa, sin luz ni taquígrafos. Allí se convierte en el protagonista de una película de ciencia ficción, se disculpa y esgrime como pretexto que todas las ocurrencias contra el mundo de los negocios son cosa de la comunista, herida por su pifia electoral en Galicia -más las que vendrán-.
Según esta versión exculpatoria y al mismo tiempo delirante, la señora Díaz se revuelve contra una eventual pérdida de influencia y protagonismo, y el mandarín del cotarro tiene que lidiar con ella como si padeciera un calvario, aunque les promete que está presto a ejercer un exhaustivo control de daños y alcanzar una suerte de conciliación con el planeta empresarial. Naturalmente, hay pocos que salgan del Palacio de la Moncloa persuadidos de la sinceridad de un personaje que ha firmado con su puño y letra la masacre fiscal que mina su cuenta de resultados y los desacredita en la plaza pública cuando lo considera oportuno, incluso con saña cuando alguna rara avis como Rafael del Pino lo desafía abiertamente huyendo con Ferrovial hacia Holanda y Estados Unidos.
Una vez llegados a casa, cuando la pareja les pregunta cómo ha ido el encuentro en la Ciudad Prohibida y apenas aciertan a esbozar un gesto de disgusto y de cansancio, vuelven al día siguiente a la oficina sin ofrecer muestra alguna de determinación para dar la batalla y cambiar radicalmente de actitud. Nadie, o casi nadie, apunta las agallas precisas para oponerse a la arbitrariedad y el afán de dominio de este socialismo regresivo e inicuo, que no solo ejerce su poder consustancial, sino que es el primero en la historia dispuesto a desplegarlo sin límites y escrúpulos, una vez ganada una impunidad insólita.<
De manera que, por obra y gracia de Sánchez, asistimos en España a la declaración de cualquier sector empresarial como estratégico, a fin de evitar una presencia extranjera que amenace las insondables cotas de hegemonía que el presidente está dispuesto a coronar. Primero, ha sido Telefónica, después asistimos a la pelea por Naturgy, y a renglón seguido tenemos el caso de Talgo, deseada por un grupo del fascista Orban, y a la que el inefable ministro Puente también considera inexplicablemente vital para los intereses de la nación, que no son otros, en estos momentos amargos de la historia, que el de los ministros socialistas, sus familias y naturalmente sus amigos, con los correspondientes contratos, negocios y canonjías con los que nutren su patrimonio, inicialmente escuálido.
Por desgracia, y como de costumbre, la clase empresarial asiste -y en muchos casos participa por interés- a esta clase de operaciones de dudosa eficiencia económica y escasa rectitud moral, sin mostrar signo alguno de resistencia, en ocasiones con enorme fervor patriótico. No les importa que tales maniobras sean impropias de un área de libre mercado, de un país abierto que debería ser enemigo y estar en guardia contra cualquier apunte de intervencionismo estatal. Tampoco les preocupa que estos movimientos enlodados atenten flagrantemente contra la competencia, que sólo tiene el objetivo final de mejorar los precios y de beneficiar a los consumidores.
No se alejan demasiado de aquella imagen de conspiradores que Adam Smith veía siempre en cualquier reunión de negociantes, alertas contra cualquier sospecha de ver amenazada su posición dominante.
Naturalmente, a la mayoría de los ciudadanos estas escaramuzas y ententes contra la competencia esgrimiendo la españolidad le parecen estupendas. Oportunas y convenientes. Incluso, al Partido Popular, que sigue en tantos aspectos económicos sin encontrar un rumbo estratégico sólido y coherente, y ya no hablemos de Vox, que, tras la desgraciada marcha de Ivan Espinosa de los Monteros, es completamente ajeno a la llamada, quizá con razón, ciencia lúgubre.
La ignorancia general sobre los asuntos económicos es desde luego un handicap para el progreso del país, además de una ventaja para los desaprensivos. Y lo alarmante es que esta es la condición que domina al común de los mortales. Así los españoles desconocen -y tampoco hay que confiar en que le concedieran demasiada trascendencia- que la defensa numantina de la españolidad de nuestras compañías -muchas de las cuales se han convertido en multinacionales moviéndose con libertad en el extranjero- se hace a costa de aumentar nuestro nivel escandaloso de deuda pública, generará el pago creciente de intereses y volverá recurrentemente a elevar el déficit presupuestario.<
¿Y quién habrá de pagar esta fiesta? Pues no otros que los ciudadanos, que asisten pasivos y despreocupados al asalto al poder empresarial del mismo Gobierno de la nación que ha destruido la Fiscalía General, socavado la autoridad y el prestigio del Tribunal Constitucional y ahora quiere cargarse el Consejo del Poder Judicial, y sucesivamente el Tribunal Supremo. No está sólo en esta carrera que no encuentra freno. Cuenta con la ayuda de la flota acorazada del Grupo Prisa, de las grandes cadenas de televisión que controla y financia -imponiendo a sus lacayos- a cambio de su activismo sin descanso, así como de otros medios digitales menores a los que alimenta o soborna en busca del servilismo militar y humillante con el que agradecen su supervivencia patrimonial.
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