Rita Barberá: imputación vs inocencia
Debemos reflexionar en España sobre la exigibilidad, impuesta como mantra regeneracionista, que obliga a dimitir a un cargo público desde el momento en que es imputado o a un partido a no llevarlo en sus listas e incluso cesarlo. La imputación, legislada como garantía, hoy está más cerca de Mme. Guillotine que de Dña. Justicia, con sus ojos tapados y su balanza equilibrada. Es discutible si a Rita Barberá le sobrevino el infarto como consecuencia de la “cacería” a la que fue sometida desde distintos ámbitos. Pero es indiscutible que tan luctuoso acontecimiento ha supuesto que la exalcaldesa no haya podido demostrar ante sus “cazadores” su inocencia, pervirtiendo la presunción de inocencia pues debe ser quién acusa quien demuestre la culpabilidad. Qué gran error cuando en el frontispicio de un Estado de Derecho debe figurar con mayúsculas la máxima de que “Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario”.
Ante tamaño error, ocasionado de manera deliberada por varios factótums, empiezan a surgir voces que postulan una nueva definición del término imputado, pues en la España de hoy pesa el convencimiento de que estar imputado —“investigado”, según la nueva redacción de la L. E. Cr.— es sinónimo de condena anticipada, condena pseudojurídica, condena política y sobre todo, condena social. El término jurídico y técnico de imputado dista mucho de parecerse a lo que desde la generalidad se entiende, por desconocimiento y por manipulación interesada. Jurídicamente, imputado es aquella persona a la que se le atribuye, en mayor o menor grado, una posible responsabilidad penal por determinados hechos, otorgándole la posibilidad de personarse en la causa —conocer los hechos investigados y poder defenderse mediante representación de procurador y asistencia letrada— como garantía frente a una clara indefensión en caso de no poder hacerlo. Se trata de hacer valer, por muy graves que sean los hechos investigados, insisto, investigados que no juzgados, los Derechos Fundamentales inherentes a cualquier ser humano.
Social y políticamente, al imputado ya no le haría falta ser juzgado puesto que con una mera imputación ya debe penar por lo que se le investiga y su único asidero frente a la “condena popular” debe ser probar su inocencia, asestando a la presunción de inocencia una puñalada mortal. La sociedad debe reflexionar, meditar sobre las consecuencias que supone replantearse lo que nuestro Estado de Derecho define como Derechos Fundamentales. La clase política debe hacerlo igualmente. Mal servicio a la causa pública es volver a actitudes inquisitoriales donde, además, la doble vara de medir que se usa al poner el capuchón propio de la Inquisición en el rival político mientras se justifican los hechos del propio no hace sino enfangar el propio sistema.
Y algunos jueces y magistrados. La admisión a trámite de todo tipo de querellas y denuncias —muchas veces infundadas— únicamente sobre la “forma” sin discriminar el “fondo”, apelando a un presunto derecho a la tutela judicial efectiva y cuya finalidad es el descrédito mediante la “pena de banquillo”, así como el tiempo de prolongación de múltiples instrucciones, invitan a que la imputación se convierta en una espada de Damocles, con la consiguiente sombra de sospecha y descrédito social, personal y profesional, desembocando en una condena anticipada e injusta. La reforma de la L. E. Cr. modifica los plazos, estableciendo que los asuntos sencillos se instruirán en seis meses mientras que los complejos en 18. Pero nos podemos encontrar ante un mero retoque cosmético, pues se añade la posibilidad de que la Fiscalía o alguna parte pueda solicitar una prórroga por otros 18 meses e incluso, de forma excepcional, una segunda prórroga adicional. Y sin duda alguna el legislador debe actuar. Por ley se podría limitar la tutela judicial efectiva, quizá inagotable, y sobre la base de la proporcionalidad y la justificación, inadmitir a trámite querellas infundadas que conllevarán lesivas consecuencias para el ciudadano.
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