¿Por qué estamos dónde estamos?
Una se pregunta, como hacen muchos, que cómo se ha podido llegar hasta aquí, con niños como escudos humanos para intentar obtener la fotografía de la “gran represión” que se ejerce contra ellos, con padres fanatizados que no dudan en exponer a sus hijos a semejante ignominia, con políticos que mienten y manipulan sin ningún tipo de vergüenza y con —también hay que decirlo— equidistantes que equiparan el ataque al orden constitucional con el inmovilismo del Gobierno de España para justificar ponerse de perfil y no estar con lo que hay que estar, que es con la democracia y el Estado de Derecho. De la forma más descarada se intenta hacer creer al mundo que España continúa en el franquismo, que se vulneran los derechos y la dignidad del “pueblo catalán” —como si Cataluña lo fueran sólo ellos—, que se impide el ejercicio democrático del derecho al voto en un referéndum que no cumple con ninguno de los estándares de legalidad y legitimidad internacionalmente exigibles. Dos son, creo, las razones fundamentales de por qué estamos dónde estamos. Tienen que ver con la educación y con la comunicación.
Tiene que ver con la educación, porque se ha seguido a pie juntillas la hoja de ruta pujolista de los años 80, que ha instrumentalizado la escuela es aras de una “construcción nacional” propia del totalitarismo. Expulsando de Cataluña a los docentes que no quisieron doblegarse para imponer contenidos falaces o usar la lengua como instrumento de dominación. Más de 14.000 docentes se habían ido de Cataluña a mediados de los 80, compelidos a solicitar destino fuera, bajo amenaza de que se lo solicitaran “de oficio”. Se ha creado una inspección ideologizada que no ha velado por la calidad educativa sino por la transmisión de consignas y por la “pureza” del profesorado, controlando a directores y jefes de estudios, apartando de funciones directivas a quienes no comulgaran con “el nou país”. Incluso la universidad está, ahora mismo, siendo objeto de tácticas parecidas. No resulta, pues, extraño, que sean hoy los centros educativos la punta de lanza de la agitación secesionista.
Tiene que ver con la comunicación, porque el control que el secesionismo tiene sobre los medios públicos integrados en la Corporación catalana —radio y televisión—, así como los privados subvencionados, tampoco es reciente. Se ha venido fraguando a lo largo de los años, con “favores” o con amenazas. ¿En qué país con prensa libre se publican editoriales conjuntos para presionar a un Tribunal Constitucional? ¿En qué país democrático se facilita la libertad de expresión e información sin pluralismo? ¿Cómo es posible que se organicen debates en los que quienes defienden el orden democrático constitucional estén situados en franca minoría numérica y sean objeto de insultos y pretendidas descalificaciones en los mensajes que los propios medios del secesionismo transmiten, incitando al odio y a la aniquilación del contrario?
Con todo ello, con esta no-educación y con esta no-información veraz, se ha construido un relato que, a fuerza de repetido y de no contar con contraste homologable, ha calado en buena parte de la sociedad, especialmente entre los jóvenes. Si a ello añadimos los estragos que populismos de todo tipo están provocando entre diversos sectores sociales, aparece ante nuestros ojos la “tormenta perfecta”. Tormenta que sólo deja sentir sus efectos en un lado, porque, en Cataluña, en el otro lado, un profundo vacío se extiende por doquier. Sin medios propios, menospreciada en el sistema educativo, sin tener más que una visibilidad residual, la voz plural del constitucionalismo democrático tiene grandes dificultades para hacerse presente. No es extraño, pues, que hayamos llegado hasta aquí. Y, tengámoslo presente, todavía no se ha producido el desenlace.
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