Opinión

Patriotismo

Para muchos, el patriotismo es un movimiento pasional y efervescente, que se exalta en días solemnes de forma exagerada, y que sólo ve lo bueno de nuestra historia a través de ocasionales y fabulosos heroísmos arrogantes. Aunque parte de la misma raíz, no es éste el verdadero patriotismo. Asimilándolo a la religión, sería como ser católico ferviente desde el Domingo de Ramos hasta el Jueves Santo, que uno se va a la playa para desconectar y broncearse.

El verdadero patriotismo es la vocación de servir a la patria, de manera callada y constante. Para entender en su totalidad esta idea hay que tener una mínima formación cívica, y ésta cada día se tiene menos en cuenta en los programas educacionales. Sólo hay que ver las calles y sitios de recreo para comprender que lo que para unos es impensable gracias a la educación recibida, para otros es algo aceptado sin remordimientos. Tirar al suelo un envoltorio implica que no se siente el espacio público como un bien compartido. El egoísmo (y estupidez) de este comportamiento se limita a librarse del problema, en una carencia absoluta de esa abnegación tan consustancial al verdadero sentimiento patriótico.

Esta falta de educación cívica se palpa a diario en la universidad pública. Ver a un alumno comiéndose un bocadillo en clase, otro bostezar cual hipopótamo en la jungla u otro interrumpir estruendosamente la clase cinco minutos antes de acabar porque tiene «pis» y no puede esperar, son actuaciones normalizadas. Al principio, cuando sucedía en mis clases, les llamaba la atención, pensando que debían ser casos concretos y que mi deber era poner orden en el espacio en el que yo era la autoridad. Lo duro fue ir comprobando que estaba sola en esa lucha, que los demás profesores aceptaban sin rechistar esos comportamientos y que -como me llegaron a decir- «la sociedad está así y hay que aceptarla».

Esa aceptada falta de civismo en las aulas de educación superior tiene dos lecturas. La primera es que si los profesores admiten sin inmutarse esas groserías por parte de parte del alumnado será porque las aprueban. La autoridad claudica y atropella su propio respeto: «Malvado tú; malvada yo». La segunda es esa falta de abnegación implícita necesariamente en cualquier causa pública. Los desvíos y egoísmos particulares son incompatibles con el bien de la colectividad. Y si esta realidad no se aprende desde la infancia, ya no hay forma de que se sustente. Hemos entregado a los mercenarios parte de nuestra esencia: la voluntad y la solidaridad. Estamos bajo la dominación avasalladora de la mala educación más grotesca y despreciable: la tiranía de la muchedumbre.

Está bien denunciar una situación, pero hay que dar una alternativa, ofrecer alguna solución; quejarse sin más no sirve para nada. Habría que dar un grito salvaje hacia nuevas formas de relacionarnos, nada de leyes neutras. Y aplicarlas también a los turistas que nos visitan y, por supuesto, a los inmigrantes. Son ellos los que deben adaptarse a nosotros, y no al revés. Y al que no le guste esta idea, tiene otras alternativas en el mundo.

El patriotismo debe nacer de forma natural, como una esencia auténtica. Amar a la patria es amar las raíces de uno, entender que formamos parte de una cadena y crear la conciencia de que hay que dejar el país mejor de lo que lo encontramos.