Ferrovial: desagradecidos y egoístas
El jueves pasado se produjo uno de esos momentos épicos en la historia reciente de España. La Junta de Accionistas de Ferrovial decidió por una mayoría aplastante el trasladado de la sede social de la compañía a Ámsterdam, desde donde trabajará en un marco de seguridad jurídica inexistente en nuestro país -en el que los continuos cambios legales y la arbitrariedad con la que se maneja el Gobierno provocan una incertidumbre incompatible con el mundo de los negocios-, y un estado, en suma, que favorece la vida diaria de las empresas. El castigo infligido al presidente Sánchez por una decisión que no esperaba y que no ha podido evitar, pese a haber utilizado todo el juego sucio del que es capaz para impedirla, ha sido inmenso.
En la Junta General de Ferrovial estaban representados todos los grandes fondos de inversión internacionales, los que controlan las bolsas mundiales, aquellos a los que Sánchez va a hacer la pelota un par de veces al año en Nueva York y visita en Davos, y que habrán tomado buena nota del tortuoso proceso que ha tenido que atravesar la compañía simplemente para ejercer su libertad de decisión, así como acogerse a la libertad de establecimiento que por fortuna impera en la Unión Europea. Habrán quedado perfectamente persuadidos de cómo se las gasta en realidad este sujeto pretendidamente encantador de serpientes, pero en el fondo presidido por una pulsión totalitaria que aflora en cuanto alguien osa llevarle la contraria.
La izquierda está ahora en esa fase penitencial que nada entre lamerse las graves heridas sufridas sin dar del todo su brazo a torcer. A pesar de todo, no ha tenido más remedio que reconocer, según se puede leer en un editorial conmovedor del Granma oficial -el diario El País-, que el desenlace «supone un duro golpe para la reputación de España, porque no es habitual la salida de una gran empresa, aunque mantenga un alto nivel de actividad y de empleo aquí». No cabe duda. Supone una refutación en toda regla de la política económica de Sánchez, y vaticino que, si por una de esas casualidades desagraciadas de la historia, este personaje siniestro logra seguir al frente del Gobierno después de las próximas elecciones, habrá otras muchas compañías que seguirán el ejemplo de Ferrovial, así como buena parte de los ejecutivos y de las personas más valiosas de la nación que puedan arreglar sus asuntos personales y no padezcan vínculos familiares o emotivos difíciles de conjurar.
A pesar de todo, y como no cabía esperar de otro modo, la derrota no ha sido aceptada con deportividad, una virtud que sólo está al alcance de los espíritus nobles. El fiasco ha sido saludado con la retahíla de reproches propia del mal perdedor, entre ellos, uno realmente sorprendente: que se va del país una compañía que se ha alimentado con las decenas de miles de millones de euros salidos de los presupuestos de las administraciones, y que la ha promocionado y defendido en su proceso de expansión internacional. Ambas afirmaciones son falsas e insidiosas. Ferrovial, como otras de las multinacionales dedicadas a las infraestructuras, se ha dedicado, no a obtener rentas extractivas de los ciudadanos, sino a un construir un país mucho más vivible y moderno del que se encontraron.
Evidentemente, para ello han tenido que presentarse a los concursos públicos a fin de construir las redes viarias y dotar a la nación de la capacidad logística que requería un territorio en desarrollo. Pero lo hicieron, salvo que alguien demuestre probadamente lo contrario, compitiendo libremente en el mercado con el mejor precio y la mejor prestación posible. Su expansión internacional se debe en exclusiva a que han alcanzado con el tiempo un grado de excelencia y de eficacia que les ha hecho triunfar en numerosos países del mundo, y no precisamente menores sino algunos de ellos tan exigentes y punteros como Estados Unidos o Canadá, dos mercados en los que Ferrovial tiene una presencia potente, sólida y exitosa que sin duda mejorará en cuanto pueda cotizar en Wall Street y alcanzar la capacidad de financiación y las enormes oportunidades de negocio de las que ya disfrutan sus competidores. Tampoco es cierto que el crecimiento de las grandes multinacionales españolas -industriales o bancarias- se haya debido a los efectos de la diplomacia económica y a una adecuada política de internacionalización. La verdad, más bien, es que el despliegue empresarial de los españoles por el mundo se ha producido en la mayoría de los casos a pesar del Gobierno, desde luego del actual, pero también de los anteriores, muy diferentes de otros legendarios en este aspecto como el estadounidense, el británico o el francés. Estos han llevado siempre en su ADN que el servicio diplomático y de los que lo desempeñan no consiste en asistir a cócteles diarios en pos del dry Martini y del canapé, sino en vender, en que las compañías bajo su jurisdicción exporten lo máximo posible.
Algunos miembros del Gobierno, como Belarra, o la estrella del momento, la señora Yolanda Díaz, han reaccionado a esta demostración de épica de la que hablaba con cajas destempladas; la primera, conminando a Sánchez a impedir la salida por todos los medios posibles; Díaz, incurriendo en el infantilismo procaz, y esa cursilería en el fondo tan peligrosa, porque tiene un carácter eminentemente comunista, de demandar «más democracia económica en el país», quién sabe si sugiriendo plebiscitos o intervenciones masivas en el libre devenir de las empresas.
¿Habrá podido el Gobierno, alguien de este equipo nocivo que nos ha tocado en desgracia, extraer alguna consecuencia positiva, alguna clase de enseñanza virtuosa de todo lo sucedido, de este choque de trenes del que ha salido tan mal parado? Lo dudo. Pero, reconozcámoslo todo. Al menos, el Granma oficial, el diario El País, ha tenido un último grado de lucidez: «La única lección constructiva sobre la salida de Ferrovial apunta a la necesidad estructural de establecer en nuestro país un marco financiero y competitivo lo suficientemente profundo y ágil como para que este episodio no constituya un precedente peligroso para otras salidas». Y más aún: «Además de establecer los incentivos adecuados para que la industria se fortalezca y preservar la libertad de decisión de los accionistas, hay una línea que el poder político debe explorar activamente, reescribiendo las reglas a fin de seguir compitiendo en pie de igualdad con otras economías avanzadas». ¡Chúpate esa, Sánchez! Justo esta debería haber sido la actitud más inteligente desde el principio, pero ni estamos en presencia de dirigentes inteligentes ni mucho menos cabales.
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