Cómo echo de menos a Trump y al Aznar de antes

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En 1996 Aznar derrotó por primera vez al socialismo. Hace de eso 25 años. Aquéllo fue una gesta. Aunque yo no he votado jamás a la izquierda, en aquella época estaba casi completamente persuadido de que no había política alternativa a la de Felipe González. Cuando comentaba estas tonterías en casa, mi padre, que tanto había invertido en mi educación, pensaba: “Este chico es lelo”. Tenía razón. Desde luego que lo era, y no sé si todavía he dejado de serlo. La llegada de Aznar al poder, en todo caso, supuso para mí una revelación. Un descubrimiento. La confirmación de que había otra manera de hacer las cosas. De que era posible reducir los impuestos, gastar de manera más eficiente e imprimir aires de libertad a la economía en favor del sector privado.

Para gobernar, Aznar tuvo que rendir el peaje correspondiente e infame a los nacionalistas vascos y catalanes, claro, ¡pero es que no había otra manera de llegar a la Moncloa! Luego ya obtuvo en el año 2000 la mayoría absoluta, siguió pagando el peaje y esto lo consideré imperdonable. Una suerte de claudicación. Algo así como la servidumbre de una deuda perpetua e irracional. Yo entonces dirigía el diario Expansión y tengo vivos y gratos recuerdos de aquel momento apoteósico, de la derrota completa del socialismo, aunque esta, a causa de los complejos de la derecha victoriosa, no fuera lo suficientemente sembrada de cara al futuro ni desde luego consumada para la posteridad.

En ese momento crucial se discutía el proyecto de unión monetaria y el alumbramiento del euro. Dada la herencia que nos ha había legado el ‘felipismo’ en términos de déficit, de deuda, de inflación y de desempleo, nadie creía que fuéramos capaces de afrontar el desafío. El entonces vicepresidente económico Rodrigo Rato era un perfecto desconfiado sobre nuestras posibilidades, el gobernador del Banco de España de la época, el respetado Luis Ángel Rojo, veía la tarea imposible, y así todos, incluidos los grandes empresarios, tradicionalmente melifluos, escépticos sobre la voluntad de la clase política para cambiar el país y sólo enérgicos y ocupados en obtener prebendas. El único que creyó en el programa y que logró finalmente el objetivo fue el señor Aznar. Vino a decir: esto lo hacemos por mis cojones; no cabe entrar en la unión en una segunda velocidad. De manera que su determinación y su coraje resultaron providenciales.

Ahora, con motivo de las efemérides, el señor Aznar reclama al PP que dirige Casado que afronte la batalla de las ideas, que ofrezca un proyecto claro, transparente y competitivo para hacer frente al ‘sanchismo’ reinante. Pero Casado no está por la labor. Ya ha declarado varias veces que la guerra cultural no toca, está rodeado de mediocres reacios a combatir la supremacía moral de la izquierda y a poner en evidencia cotidianamente la doble vara de medir que castiga implacablemente al PP. Se ha embarcado en una lucha sin cuartel y sin sentido contra Vox, y, en fin, es un partido actualmente a la deriva con urgencias que desde el punto de vista intelectual parecen prosaicas, aunque probablemente tengan su importancia, como son las de controlar las organizaciones provinciales, muchas de las cuales son ‘marianistas’, es decir, alérgicas a la ideología y presas del consenso socialdemócrata.

En todo caso, mi amor por Aznar, mi recuerdo de aquellos años emotivos, aunque con las sombras correspondientes de las cesiones intolerables a los nacionalismos catalán y vasco, no es incondicional. Entre sus afirmaciones de estos días, en el vigésimo quinto aniversario de su victoria, hay algunas que no comparto. Entre ellas está la enemiga que sostiene con el señor Trump, que en mi opinión es un hortera, sí, pero adorable; o que haya declarado que habría votado, en caso de haber podido, a Hillary Clinton, que es la señora más detestada de América, o a Joe Biden, que es el hombre senil al frente de los Estados Unidos dispuesto a dilapidar toda la grandeza de la Casa Blanca. Esto no se lo perdono, y lo hago esgrimiendo el argumento de que, si hay un presidente americano que haya mostrado su voluntad inmarcesible por librar la batalla de las ideas, después del glorioso Ronald Reagan, este ha sido el hortera de Trump.

El señor Trump compareció el domingo 28 de febrero en Orlando, Florida, por primera vez después de ser desalojado del poder, y soltó un discurso majestuoso. Literariamente pésimo, pues ya sabemos que Trump no es Shakespeare, ni que tampoco lo intenta, pero lanzó los mensajes que deberían gustar a cualquier conservador que se precie, incluido el señor Aznar. Allí en Orlando afirmó que el partido republicano debe ser aquel que refuerce los intereses y los valores sociales, económicos y culturales de las familias tradicionales americanas de cualquier raza, color o credo. Es decir, los contrarios de los que parecen defender los progres de Silicon Valley o los esnobs de Wall Street.

También afirmó, y esto es muy importante, que se opone con firmeza al adoctrinamiento de la juventud -una práctica común en España-, “porque es horrible”, tal y como sostiene Vox solicitando con razón el pin parental para que los padres podamos refutar llegado el caso las ideas ridículas y la confusión a la que inducen esas charlas que dan en los colegios sobre el feminazismo, la identidad de género, el lenguaje inclusivo y todas las excrecencias del momento esos chicos y otros señores de edad provecta desgraciadamente malversada con ganas de construir un mundo nuevo aunque peor.

El ex presidente americano también reafirmó su compromiso en la defensa de la vida inocente -en referencia al aborto- así como de los valores de la civilización judeocristiana de los fundadores. Y apuntó estas cosas tan sensatas: “Confiamos en la libertad de pensamiento, nos enfrentamos a la corrección política y rechazamos la locura de la izquierda. Sabemos que el imperio de la ley es la máxima salvaguarda, y afirmamos que la Constitución significa exactamente lo que dice, como está escrita y como se escribió. Pero estos quieren cambiarla, quieren deshacerse de ella”, exactamente igual que Sánchez y que los comunistas en España.

El señor Trump declaró que las acciones de todos los ciudadanos deben ser lo primero, no el conglomerado intelectual montado por la izquierda para hacer creer a la gente que es tonta y que ellos, que son los listos, van a decidir por los demás, porque el pensamiento único, esa mierda progresista amparada en el falso pretexto civilizatorio que condena a la hoguera al que opina diferente, la llamada ‘cultura de la cancelación’ que ejerce en España el ‘sanchismo’, Iglesias y sus hienas comandadas por Echenique, es irresistible y benéfico.

Yo creo que estas ideas deberían ser del agrado de Aznar. Lo son del mío. De cualquier partido que combata a aquel, como es el caso de los demócratas de Biden, cuya misión sea promover el socialismo. Estoy con Trump, y supongo que con Aznar, si digo que estoy en favor de los impuestos bajos y de la mínima regulación para que las empresas, que son las que crean puestos de trabajo, puedan florecer y prosperar. Y que aspiro a buenos empleos, familias fuertes, comunidades seguras, cultura vibrante y en definitiva a una gran nación. ¿Cómo no voy a echar de menos a Trump, si está promoviendo la clase de ideas que deberían ser la columna vertebral de la derecha española, que son las que en su momento esgrimió Aznar, las que orilla en estos momentos Casado, y las que defiende, representa y enarbola con éxito creciente Vox?

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