Carlos I de Libertonia
Putschdemont es un chiste malo. Y en el mundo hay mucha gente que se ríe con los chistes malos. Porque el humor para dummies siempre tendrá su público. Aunque venga otro y te diga que es malo, que no tiene gracia y que de tanto repetirlo ya cansa, da igual. La masa fiel gritará ein volk, ein proces, ein President y sanseacabó.
Todavía hay quienes ven esperanza factual en la República Catalana. Expresan su ciega ilusión apelando a eslóganes prefabricados del pasado, al tiempo que marcan su crédito en el molt honorable con barricadas tuiteras. En la red hay más William Wallace de barretina que seny ilustrado. Y eso se nota. Pero la función ya empieza a ser molesta. Si Putschdemont quiere pasar a la historia como el segundo mandamás de la Generalitat encarcelado por delitos de rebelión y sedición, puede hacerlo, pero que deje ya de jugar con el futuro de un país y abandone esa inteligencia de frenopático incompatible con el desarrollo de una democracia plena.
Su representación en Bruselas ha terminado de convencer al mundo de lo peligroso que es conceder crédito al delirio, sobre todo cuando éste se envuelve en la bandera de la libertad. Los medios de comunicación, que asistieron expectantes, no podían creer lo que acontecía en ese sucedáneo de rueda de prensa, en la que no se concedió la palabra a los corresponsales españoles, salvo a TV3, cadena oficial del régimen. Ni información, ni verdad. Pura y dura escenografía del esperpento. Una más.
Los fugitivos de Bruselas, que así se llama la banda, eligieron una escena entre el monólogo del agua de Tip y Coll y el caminar peripatético de Groucho haciendo de Rufus T. Firefly en Sopa de Ganso. En una mala copia del histrionismo de éste, Putschdemont insiste en la venta de un Estado maldito y opresor que no le permite regresar en condiciones normales para ejercer de verdadero y legítimo President de Catalonia-Libertonia.
Allá en Flandes, donde nació Carlos I, otro Carlos I (de Catalonia-Libertonia) perpetró su réquiem definitivo por los independentistas, a los que dejó colgados Pirineos abajo mientras él se daba a la fuga. Llegó pidiendo árnica y ni sus colegas flamencos le bailaron el ídem. Porque ningún país concede asilo a un delincuente iluminado como ningún casino dejaría entrar a un ludópata sin dinero a sus mesas de cartas. Ahora pide inmunidad, como hacen los delincuentes conscientes de su delito. Mal haría el Estado en concedérsela. Ni inmunidad, ni impunidad. O se sentaría un grave precedente de consecuencias futuras aún más inesperadas para la salud democrática de nuestro país.
El final de todo espectáculo casi siempre llega con la música. Y en el Titanic indepe ya empiezan a escucharse los primeros acordes. Seis fugitivos al toque de corneta desfilaron por Bruselas Avenue para recordarnos que, en el circo, la función acaba cuando los payasos se despiden. La función es la democracia populista que encarnan Putschdemont y sus acólitos.
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