Cambios penales, NO GRACIAS
En estos días es muy difícil abstraerse del luctuoso suceso de Gabriel, el pececito, de las aristas del mismo, del dolor que supone y de la empatía que generan, o deberían generar, en almas limpias, unos padres que sufren sin medida. Son muchos los que claman por la prisión permanente revisable, otros la rechazan desde planteamientos políticos demasiado tortuosos, otros desde posiciones repugnantes de comprensión del terrorista y falta de conexión con la víctima, y otros con cierto criterio intelectual y desde el respeto; pero, al final, se ha convertido en una discusión no exenta de sentimientos, de pasiones que no son buenas al legislar y menos a la hora de “deslegislar”, como se pretende.
Debemos de tener en cuenta que estamos pendientes de un recurso ante el Tribunal Constitucional con el que estaremos de acuerdo, o no, pero que supone una discusión técnica que será resuelta por el intérprete constitucional que nos hemos dado, por lo que las iniciativas que pretenden la derogación del instrumento penitenciario resultan inapropiadas. La legislación penal supone un instrumento ideológico muy potente y se encuentra cargado de líneas políticas que hacen que, de una simple observación del código penal, podamos deducir el sesgo por el que esa sociedad está dirigida. Y, así, con la simple mirada del nuestro, contemplamos un devenir tortuoso, carente de consenso, repleto de incongruencias y sin equilibrio. Vamos, un fiel reflejo de nuestro panorama político desde hace tiempo.
En una democracia moderna, el código penal debe de ser un instrumento del máximo consenso, meditado, tendente a la protección de los bienes jurídicos sobre la base de su respeto y resguardo de los mismos, con la vista puesta en la evitación del delito y, sobre todo, del resarcimiento de la víctima desde posiciones de acato a los derechos del delincuente y buscando su reinserción. En ese punto de equilibrio, como siempre, se encuentra la virtud y, para ello, la legislación no puede, no debe, de ser visceral o cuando el sentimiento puede turbar la mente. Desde esta perspectiva no me parece correcto que, con el cadáver de Gabriel sobre la mesa, con el dolor de las víctimas, unos y otros busquen rédito político y discutan la derogación, o no, de un modelo de política penitenciaria, considerando que lo prudente para dicha discusión es esperar el sosiego preciso, la decisión del Tribunal Constitucional y, sobre todo, abordar el problema desde la solvencia técnica.
Nuestro Código Penal carece de fórmulas de resarcimiento de la víctima, de forma que estamos ingresando en prisión a delincuentes económicos que siguen disfrutando del fruto del delito, que no devuelven más que una mínima parte y, luego, al asesino de difícil reinserción le imponemos penas duras pero que nunca darán consuelo a la víctima, y a la sociedad les resultan poco edificantes. Aparecen, por ejemplo, delitos de odio, de expresión y por el género, que ahondan la fractura social, la minoración democrática o infringen un daño innecesario. Ahora no es el momento, aunque nuestro código penal debe ser revisado desde la serenidad, el diálogo, el consenso, pero desde un planteamiento claro que dé respuestas a los ciudadanos y resuelva el dilema que entre los derechos del delincuente y los de las víctimas se debe de resolver. Los ciudadanos nos merecemos un trabajo que desde los responsables de justicia de los diferentes partidos ni se hace, ni se cumple, ni saben hacer con solvencia, profesionalidad y criterio.
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