Begoña Gómez, nada que ver con sus antecesoras
Según María Ángeles López de Celis, secretaria que fue de ¡¡¡cinco presidentes!!!, y autora de un interesantísimo libro, Las damas de la Moncloa (Espasa 2013), estas, esposas del señor presidente, conocidas por el apelativo de primeras damas «no es un cargo político ni un título institucional; es un calificativo de carácter social, mujeres que se mueven en una dimensión intermedia en la que no son nada y cuyas declaraciones serán puestas permanentemente en tela de juicio». «Al parecer, no se conforman con ser la cara amable, sombra o sonrisas de la presidencia de la nación e intentan desempeñar, no con demasiado éxito, ciertas responsabilidades de gestión sin recompensa. Su dedicación y empeño están carentes de cualquier tipo de remuneración»… Eso nos creíamos.
Tal parece que la señora López de Celis está refiriéndose a cómo debería ser Begoña Gómez, esa primera dama que ha decidido con su cuasi delictivo comportamiento romper las reglas del juego estrictamente protocolario o del gobierno y no se resigna a ser la señora de… «olvidándose que habrá un antes y un después de ese día D y hora H en las que atraviesen, junto a su familia, la verja del Palacio de la Moncloa. En ese momento, se cierran tras de ellas y dejándolo al otro lado, intenciones y proyectos, sueños, deseos y ambiciones”.
Por todo ello, me animo más que obligo a escribir sobre las primeras damas que han precedido en La Moncloa a Begoña Gómez, todas diferentes, no sólo en cuanto a ideología, sino también en personalidad y honestidad.
En nada se parece la actual primera dama a la primera de todas ellas, Amparo Illana, esposa de Adolfo Suárez, a quien no le gustaba serlo. Tampoco a Pilar Ibáñez Martín, quien ni siquiera estuvo en la ceremonia en la que su esposo, Leopoldo Calvo-Sotelo, fue investido como el segundo jefe del Ejecutivo de la democracia. Así me lo contaba ella: «Leopoldo me dijo: ‘Mira, no quiero que vengas al Congreso porque voy a estar más tenso si estás allí. Búscate un plan para esta tarde’».
Aquella primera noche en Moncloa
Carmen Romero, esposa de Felipe González, siempre consideró el Palacio de la Moncloa «lo menos hogareño que uno pueda imaginar, más parecido al escenario de un teatro que a un lugar para vivir». Carmen nunca olvidó el día que entraron por primera vez en el Palacio de la Moncloa: «Nos sentimos más que cohibidos, diría que abrumados. El espectáculo de los niños entrando de noche con una maletita, como si fuéramos de fin de semana, fue duro. Tal vez hubiera sido mejor hacerlo de día. Veníamos de un piso normalito como el de Pez Volador que tú conociste. Y, de repente, nos vimos en aquellos grandes salones, mirando aquellos techos tan altos y los grandes cuadros en las paredes. Era una situación muy especial».
Abusando de la confianza, sobre todo con Carmen, por la que siempre he tenido en gran estima y admiración, me atreví a hacerle una pregunta muy íntima:
– ¿Cuál fue la relación afectiva del matrimonio aquella noche tan especial? Una sonrisa cómplice y nerviosa se produjo antes de que Carmen respondiera:
– El hecho de estar en un lugar extraño, yo creo que une y aproxima mucho. Sucede cuando te encuentras en la habitación de un hotel. Claro que te sientes más unida a tu pareja. (Deduje que aquella noche hicieron el amor).
Y, según la autora de Las damas de la Moncloa, Ana Botella, esposa de José María Aznar, el cuarto presidente de la democracia, se quejaba con intransigencia de que «teniendo a mi cargo más de cincuenta personas, siempre estoy mal atendida» y trasladó muebles y enseres desde su domicilio con el fin de atenuar la sensación de oficialidad y «conseguir un ambiente hogareño y acogedor».
Sonsoles Espinosa, la mujer de José Luis Rodríguez Zapatero, nada más llegar a Moncloa declaró: «Yo estoy cuando hay que estar. Soy una ciudadana anónima a la que el pueblo no ha votado. Una ciudadana más sin vida pública”, escribe María Ángeles: «Esta mujer pasará a la historia por ser la consorte más esquiva de todas las cónyuges presidenciales de la democracia española y la más reacia a representar su papel de primera dama, con una falta de compromiso con la labor de Estado que lleva a cabo su marido».
Y Elvira Fernández Balboa, la sexta primera dama de la democracia, «fue siempre la prolongación de su esposo, de Mariano Rajoy, en discreción, sentido común y timidez. Absolutamente normal, centrada en su familia y con escaso interés por la política. Siempre permaneció en un invisible segundo plano, prudente y reservada».
¿Y de Begoña Gómez qué podemos escribir que no se haya escrito ya? Ha sido la primera dama que más ha rentabilizado el cargo. Y de las siete primeras damas de la democracia, es a Begoña Gómez Fernández a quien se le ha visto siempre el plumero y las ganas de vivir en Moncloa, resultando inaudito la facilidad para vivir como reina. Como si su vida se hubiera desarrollado siempre entre salones palaciegos y villas reales. Difícil olvidar aquel 16 de junio de 2015 cuando Pedro era proclamado candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno en un escenario presidido por una gigantesca bandera de España y Begoña agarrada de su mano saludando a los enfervorizados partidarios y besándose. Desde aquel día, se le vio el plumero de su ambición sin límites. Era la viva imagen de una primera dama norteamericana. Aunque ninguna de ellas se hubiera atrevido a tener el comportamiento de ‘nuestra’ española. La hubieran fulminado.
Como si fuera la reina de Inglaterra
Y de Sonsoles todavía recuerdo cuando, nada más convertirse en primera dama, quiso pasar con su marido y sus dos góticas hijas, Laura y Alba, las vacaciones en La Mareta. Para ello, se trasladó con una amiga a Lanzarote para ordenar que se hicieran una serie de obras acondicionándola a su gusto, gastando miles de euros en pintar las canchas de baloncesto y de tenis, revisando paseos y zonas comunes, asfaltando, arreglando terrazas exteriores y ampliando considerablemente la piscina a sus necesidades, destruyendo parte de la escalinata que el propio César Manrique había diseñado. Para ello, realizó todos los viajes necesarios como si fuera la reina de Inglaterra.
Amparo Illana de Suárez, la dama ausente
Cuando aquel día de julio de 1976, sábado, nombran a Adolfo Suárez presidente, me presenté en el piso de la familia en la madrileña calle de San Martín de Porres, en Puerta de Hierro, y me encontré con que ni ese día ni al otro, Amparo, la esposa, se hallaba en Madrid. Las primeras fotografías del nuevo presidente, tomadas al día siguiente de su nombramiento, en la mañana del domingo, eran las de un hombre que, en compañía de sus hijos, acudía a misa, a una iglesia del barrio, como si fuera viudo o como si se tratara de un divorciado. Mientras que todo el mundo se preguntaba: «¿Y la esposa?». Amparo no llegaría de viaje hasta el lunes por la tarde. ¿De Nueva York?, ¿De China?, ¿De Australia? No. Simplemente de Ibiza. – A todo el mundo le ha sorprendido que haya usted tardado tanto en llegar – le dije.
– Sí, comprendo que eso ha sido una sorpresa para todo el mundo. Pero es que, en vez de volver en avión, lo hice en barco.
– ¿Por qué?
– Bueno… el avión… no digo que no lo coja nunca… Si hay que cogerlo, lo cojo, pero si puedo evitarlo, lo evito. Además, me encantan los barcos. Los viajes por mar me descansan muchísimo. Aparte de que se lo pregunté a mi marido. Y me dijo: «Mujer, conviene que estés cuanto antes aquí, pero completamente imprescindible no es».
Todo muy normal, lo normal y corriente en una esposa que se entera de que a su marido le nombran, de la noche a la mañana, presidente. No de la empresa donde trabaja, ni siquiera de Telefónica o de Renfe o de una multinacional, que ya es importante. No. ¡Nada menos que presidente de la nación!
Rebelde, un poco rebelde, sí que fue Amparo ese día. No se sabe ni se sabrá jamás en qué estado se encontraban las relaciones del matrimonio aquel mes de julio de 1976 para que ella estuviese sola en Ibiza y su marido y sus cinco hijos en Madrid, siendo como era pleno verano y, por tanto, mes de vacaciones.
Sorprendente resulta que, ante la súplica de Adolfo «mujer, conviene que estés cuanto antes aquí», Amparo tardara casi… tres días en volver. Además, para ¿castigarle?, lo hizo en barco, cuando de Ibiza a Madrid, en pleno mes de julio, había entonces, cuando menos, tres vuelos diarios. O más. Que lo mismo daba en este caso, porque no estuvo dispuesta, ¡Dios y ellos sabrían por qué! Mientras, en su piso de Madrid de Puerta de Hierro, «era un caos tremendo de llamadas telefónicas, de visitas, de jaleos. De todo eso que me he librado», me reconocería ella en la entrevista que mantuvimos a su regreso de… Ibiza.
Lo que está claro es que Begoña ni tomó ni ha tomado nota del comportamiento de algunas de sus antecesoras, aunque, sin lugar a dudas, cualquiera mejor que ella. Es vergonzoso ética y privadamente este comportamiento presuntamente delictivo.
Chsss…
Existe un deber de cuidar y un derecho a ser cuidado colectivamente.
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